Este domingo la liturgia nos propone una de las parábolas más conocidas del Evangelio: la parábola del hijo pródigo. Conlleva para nosotros un riesgo grande que subyace en la Palabra de Dios porque buscamos muchas veces novedades; que se nos sorprenda con un contenido que antes no habíamos escuchado. De tanto escuchar la Palabra de Dios puede quedar sin efecto en nuestro corazón. Por eso, lo primero es acoger la Palabra de Dios con frescura, novedad, incluso ingenuidad.
Al hijo pequeño es al que dedica más espacio el relato. Recibe la herencia, malgasta toda la fortuna heredada hasta llegar a quedarse sin nada. No podía caer más bajo que cuidar cerdos y alimentarse con su misma comida. Es entonces cuando cae en la cuenta de que incluso su dignidad de hijo ha quedado arruinada y decide regresar a la casa paterna como jornalero. Sin embargo, el padre -que representa claramente a Dios- lo acoge de nuevo como hijo y heredero. Así, con los signos de esa dignidad filial -anillo, sandalias, túnica-, y no como esclavo, el hijo pequeño es rehabilitado como tal, recupera la dignidad perdida graciosa e inmerecidamente.
El hijo mayor es, quizá, el que encarna la tentación más peligrosa: la de permanecer fiel en el cumplimiento, pero permitir, al tiempo, que su corazón esté radicalmente alejado de su padre y de su hermano. ¿Hay mayor pecado en el hijo primogénito que en el menor? Quizá nosotros, que nos hemos mantenido en la fe y en la práctica religiosa, podamos estar más cerca de él que el primero.
Hijo mayor, hijo menor, lo que hoy contemplamos es la misericordia de Dios que nos quiere no solo a pesar de todo, sino por encima de todo.