Los periódicos del pasado domingo llegaban atiborrados de titulares que hacían referencias a que el Gobierno asumía el fracaso del sistema educativo en nuestro país. Para unos, la noticia llegaba tarde, con respuesta de un dicho español «a buenas horas mangas verdes» sustituido aquí por el que reza «nunca es tarde si la dicha es buena» para que hubiera un cambio en estos menesteres docentes. Parcialmente, se asume el fracaso del modelo actual y dan a conocerse las actuaciones que se emprenderán a primeros del próximo curso: un desdoblamiento de las aulas en horarios lectivos que permitirá bajar la ratio de alumnos por clase y la incorporación de un profesorado de refuerzo para que, fuera del horario lectivo, se pueda dar una atención específica a los alumnos con dificultades en lectura y matemáticas, a lo que se unirá un plan de formación de los docentes. Las medidas se producen tras la debacle del último informe PISA, con una caída generalizada de resultados en muchas comunidades de España.
En los últimos años de la década de los ochenta, nuestro país estaba preparando una nueva Ley de Ordenación General del Sistema Educativo, la Logse, promulgada el 3 de octubre de 1990. Era la culminación de toda la política educativa socialista y se proponía llevar a cabo un cambio radical en la enseñanza española. Suponía una nueva estructura del sistema educativo, y de forma muy especial a los profesores, alumnos y a la comunidad educativa. Todos tuvieron que adaptarse a los nuevos estatutos y reglamentos nuevos. Fueron tiempos heroicos y muy especiales. Desde nuestra óptica, la reforma afectaba al trabajo de profesores, que en último término fueron los protagonistas en la aplicación de esa reforma tan variada y compleja. Fue una ley que no agradó a una parte importante de padres y profesores. Estos últimos tuvieron que dejar sus cursos de séptimo y octavo de EGB, y no digamos nada de los escolares que tuvieron que incorporarse paulatinamente a la ESO.
Cuando esto ocurría porque las exigencias académicas eran menos, se creó la figura del alumno que pasaba de curso, por imperativo legal y otras lindezas que acreditaban que nuestro sistema educativo era igualitario y de escaso esfuerzo. Y hasta la ley de la ministra Celaá, otras tantas leyes. La falta de autoridad en el profesorado está unida a la caída de valores en nuestra sociedad. La clásica antinomia autoridad-libertad se ha resuelto democráticamente a favor de esta última. Hace más de 20 años, en los colegios se guiaban por las normas dictadas por el ministerio de Educación, entre ellos estaban seis páginas de derechos y media página de deberes de los alumnos... y así nos ha ido la enseñanza: uno de los puntos negros en nuestra sociedad y no precisamente por los profesionales docentes. Y en esas estamos.