Eso es, nos despistamos. El evangelio de este domingo, que sigue siendo de san Marcos, como el del domingo pasado, nos anuncia, por segunda vez, la pasión, muerte y resurrección del Señor. En tres capítulos consecutivos, el ocho, el nueve y el diez, encontramos tres anuncios de que Jesús tiene que ir a Jerusalén, ser ajusticiado y condenado, morir en la cruz y resucitar al tercer día. Y los discípulos, no entienden, y más, les da miedo preguntarle. Sería acaso porque no era la primera vez que el Señor les hablaba de servicio y de entrega extrema de la vida para ser discípulos suyos.
La palabra entrega sintetiza el evangelio y la vida misma de Dios. Todo en él, en Dios, es entrega generosa. Así es Dios en su seno, en su identidad de Dios; es su naturaleza y su existencia. Así se muestra a nosotros en Jesucristo. Ahí encaja la encarnación, toda la vida y la predicación de Jesús, su muerte y su vuelta al Padre en la resurrección. Así debe ser la vida de los discípulos y de la Iglesia. Mientras que en nosotros, en la Iglesia, en los discípulos existe una brecha, por el pecado original, que nos conduce, a veces por otros caminos, no es así en Dios.
El orgullo, creernos más que otros, poniéndonos, sin querer, incluso frente a Dios, querer ser pequeños dioses, conduce nuestra vida: el orgullo que nos lleva a la soberbia. «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».