A instancia de un ya insoslayable clamor social esta misma semana el Gobierno de España acaba de aprobar un anteproyecto de ley para la protección de las personas menores de edad en entornos digitales. Como es suficientemente conocido, desde hace tiempo se viene teniendo evidencias de que el uso de los medios digitales y de las redes sociales sin ningún tipo de control está generando en la población, especialmente entre la más joven, trastornos serios en la conducta y en la salud física y mental (por eso me resulta totalmente incomprensible que todavía en el ámbito educativo algunos sigan empeñados en querer hacer depender totalmente los procesos de enseñanza-aprendizaje de estos medios, exponiendo a niños y a adolescentes continuamente a situaciones propicias para este uso descontrolado ). Pediatras, psicólogos, psiquiatras, padres, maestros, lo vienen advirtiendo, hay que poner coto a los entornos digitales.
De entre todos los efectos perversos constatados que están provocando el mal uso de esta tecnología hay uno que está resultando especialmente dañino. Los seres humanos construimos nuestra identidad, lo que cada uno de nosotros somos, en la apertura al otro. Necesitamos abrirnos a los demás, mostrarnos a los otros, porque es en ese reconocimiento mutuo, en la aceptación y acogida afectuosa y amorosa por parte del otro donde va aconteciendo el milagro de nuestra identidad, donde va apareciendo el ser quien somos. Pues bien, esta necesidad de radical apertura a los otros hoy esta canalizada casi exclusivamente por unas redes sociales que imponen el uso de la imagen como el medio privilegiado y más valioso. La vida digital ha hecho pensar a nuestros jóvenes y adolescentes (y a mayores también) que la única posibilidad que hoy existe para esa salida al mundo y a las relaciones personales es su book de fotografías (Facebook, Instagram). Esto, que en un primer momento puede resultar un juego satisfactorio y divertido, termina siendo, además de un proceso adictivo que enreda y atrapa a los usuarios en sus propias redes (las redes sociales se convierten en auténticas redes que atrapan) una fuente incesante de malestar, frustración, desengaño e insatisfacción. El adolescente, aunque no sea capaz de comprenderlo y verbalizarlo, ansía desde su realidad más profunda ser acogido y reconocido y al mismo tiempo tiene la convicción, a pesar de su desaforado trasiego a las redes para volcar cada instante de su vida, de que es alguien más que eso que enseñan sus fotos. Nada puede engañar los deseos más profundos que nacen de las fuentes del ser y acaba ni reconociéndose en esa amalgama de imágenes que bien sabe que no llegan a mostrar quien verdaderamente es, ni reconociendo a quien hay detrás de las miles de fotos de otros por las que su mirada pasa a diario. Se siente mal, porque aunque no sepa identificar sus sentimientos, se siente y se sabe enajenado, su vida está fuera de sí, es inautentica. Se vive como una mentira y bajo los trastornos de la salud mental que se pueden acarrear late un vacío existencial.
Necesitamos leyes, sí, pero no solo. De nada servirán las leyes si no somos capaces también de educar sabiamente a las personas. Hemos acostumbrado demasiado nuestra mirada a no ir más allá de lo que se ve. Vivimos inmersos en una cultura que no da oportunidad a lo que no es palpable, a lo que no es tangible. Parece que hemos terminado interiorizando y aceptando que lo que no se ve no existe, que de lo que no hay imagen no se puede decir que haya ocurrido.
Recuerdo con simpatía la cierta extravagancia de un antiguo profesor que cuando había que hacerse alguna fotografía siempre se mostraba esquivo y evitaba salir en ellas y que cuando ya no le quedaba más remedio lo hacía medio escondiéndose detrás de alguien. Supimos que la razón de esta actitud no era que pensara que fuese poco fotogénico o que no quisiera dejar su recuerdo para la posteridad, sino porque pensaba que «en las fotos no salía el alma». Quienes se pasan el día subiendo fotos, sus fotos a estas redes sociales creo que en el fondo, aunque no sean conscientes de ello, intuyen que en esas fotos no está su alma, no está quien verdaderamente son. Josep María Esquirol, en su último ensayo, La escuela del alma, proclama en una especie de bienaventuranza sapiencial «felices los que vuelven a la escuela del alma» y proclama la necesidad de escuelas del alma porque «las escuelas del alma -las que de veras lo son- entienden que el alma debe ser cultivada, porque puede perderse. Y el alma se pierde cuando venera los falsos dioses -el dinero, el poder o la fama, la imagen- o peor aún, cuando adora al diablo -la furia y la violencia-. El alma se salva cuando al madurar genera fraternidad y permanece abierta al sentido». Hemos descuidado la vida interior, lo más íntimo de nosotros mismos, aquello adonde no pueden llegar las miradas y hay que enseñar a abrir este mundo interior y a acoger a los otros desde estas honduras ¿De qué nos sirven las leyes sin estas escuelas del alma? y ¿qué miedo le vamos a tener a las nuevas tecnologías, qué daño nos pueden hacer, si hemos crecido fortalecidos en estas verdaderas escuelas?