Llegó como agua de mayo tras una larga sequía. Nueve meses llenos de felicidad que convivieron con el miedo a que esa porcelana que se iba moldeando se agrietara en algún momento. Todo fue perfecto. Nuevos planes como si de una mudanza se tratara; lectura de libros especializados como si preparara un nuevo viaje a un país desconocido; compras y caprichos como si tuviera que aprovechar las últimas oportunidades, y un estado de agitación tan fuerte como el que provocan las atracciones de feria aptas para los que no tienen vértigo. Era lo más grande que había vivido y no dejaba de pensar, imaginar, soñar. Sueños dulces como el olor y el sabor de un flan recién hecho, que, a veces, eran interrumpidos con un grito ajeno en mitad de la noche. Un grito que llegaba de más allá de sus entrañas, pero que olvidaba al comprobar que todo seguía en orden.
Y llegó el día. Rompió aguas en medio de la madrugada, como ese grito olvidado, aunque no recayó en la coincidencia. Hacía frío y la noche estaba cerrada. Pero no sintió ni la frialdad ni la oscuridad. Todo lo contrario. Una luz parecía iluminar su cara algo deformada y aun así bella. Los nervios hicieron que olvidara la bolsa que con tanto esmero, emoción y cariño había preparado en todos los ratos. Nada era bastante; todo quedaba aún insuficiente. La madrugada avanzó como era normal que lo hiciera. Idas y venidas. Medidas. Sueros. Tocamientos. Dolores cada vez más continuos y fuertes… y ahí estaba. Sobre las doce del mediodía, ella agradecía a la vida que sus pechos dieran tanto calor como recibía. Cerró los ojos y lloró en silencio como tantas veces se llora sin querer reconocerlo. Por dolor. Por emoción. Por todo junto.
Dos días después, la felicidad seguía paseándose por esa casa bautizada con amor. Un día, otro y otro. Y a los pocos meses, supo que esa porcelana se empezaba a agrietar, aunque no encontraba qué podría ocasionar su ruptura. Calló su intuición, pero cuidó a aquel pequeño como nunca. Algo había en esa mirada que también sonreía de otra forma. Algo en esos gestos menos expresivos de los que debieran ser; algo en ese movimiento reiterativo como un yoyo. Pasaron otros pocos meses y sus sospechas calladas se fueron haciendo evidentes. Unas veces atendía a sus mimos, a sus palabras, a sus constantes llamadas, y otras veces, no, como si se hubiera perdido en las profundidades de un bosque, de ese océano donde la incertidumbre también la guiaba a ella.
El tiempo fue pasando y el niño creciendo. Hasta que llegó aquel otro nuevo día. También hacía frío y la madrugada, cuando se despertó al pensar que había escuchado un grito, estaba oscura. La cita era al mediodía. El doctor, en esa ocasión, no tuvo dudas. El niño era autista. Lo abrazó. Para ella nada cambiaba, pero sabía que comenzaba una etapa en la que muchos tendrían que hacer el camino que ella ya había comenzado. Tocaba ayudar, hacer entender.