La manzana roja sobre la mesa le ha recordado a su infancia. En la casa de su abuela nunca faltó un plato lleno de frutas según la estación del año. Se entretenía mirando ese recipiente y la variedad de colores y tamaños. En los huecos, tampoco faltaban almendras, nueces o castañas, según el mes. Las granadas eran sus favoritas. El abuelo las partía por la mitad y las repartía entre los nietos para que fueran sacando los granos rojizos y dulces que se pegaban con empeño a una especie de membrana. Recuerda los pequeños dedos de su hermana intentando no espachurrar ese granito del que salía algo de líquido y que era un poco duro al masticar. El que conseguía ponerlas en un plato sin cositas blancas era el que recibía el premio, normalmente unos caramelos o unos bombones de crema envueltos en papel brillante. El abuelo luego los mezclaba con vino y azúcar para los más mayores y con zumo de naranja para los niños. Siempre decía que era el postre ideal, lleno de vitaminas y bueno para la salud mientras guiñaba el ojo y metía el dedo en el vino.
La abuela prefería las manzanas. Las seleccionaba y las colocaba con mucho empeño en la bandeja del horno para asarlas. Nunca le gustó el sabor tipo puré, pero sí el olor que desprendían y que llegaba hasta el portal de la casa. Fue una gran cocinera. Sus flanes de huevo tenían fama entre el vecindario y su generosidad también. Cuando llegaban estas fechas navideñas, ninguno se quedaba sin el postre de la abuela. Sin el postre y sin el aguinaldo.
Ha cogido la manzana roja para comérsela. Esos recuerdos quedan tan lejos que hasta ha sentido un escalofrío. Ahora se ha visto en el rellano con la pandereta y otros niños. Ya no se cantan villancicos como antes, ya los niños han dejado de aprendérselos y de repetirlos por la calle. La niñez en estas fechas eran montañas de ilusiones iluminadas; el olor a castañas asadas; la salida al campo para coger musgo, piedras, palitos y todos lo necesario para montar un portal de Belén y celebrar el nacimiento del niño Jesús; el reencuentro con toda la familia; las panderetas y los turrones; y una carta a los Reyes Magos donde ella y su hermana siempre pedían muñecas mientras sus hermanos apuntaban el fuerte con los soldados e indios. El pequeño, también una armónica.
Ha dejado la manzana otra vez sobre la mesa. Ahora camina despacio hacia la puerta como los ratones del flautista de Hamelín engatusada por esa música que cree escuchar. Sale al pasillo, el frío le hace volver a su realidad. Nadie toca la armónica (ella la oye), pero sí reconoce un olor. Alguien está quemando azúcar, en algún piso cercano se está preparando un flan de huevo. Y entonces escucha su voz, la de su abuela, que le dice que entre en la casa antes de que ella, o el flan, se enfríen. Y obedece… porque así es la magia de la Navidad.