La noticia desplegada por el diario El País –cada vez más oficialista y lejos de su independencia fundacional– el pasado 10 de marzo, daba cuenta del internacionalismo mal entendido y redundante del momento. Un internacionalismo que fuera en el pasado patrimonio de las diversas izquierdas existentes y que hoy eluden ese principio por no confundir internacionalismo con globalización y por la más reciente reinvención progresista de los nacionalismo, como suerte de oxímoron político espeluznante. Ya sabemos que cada vez somos más bruselenses que madrileños o andaluces, como muestra imparable del internacionalismo que impone y marca la Unión Europea. Incluso el proyecto de ley de amnistía en curso se acomoda más a los preceptos europeos que a los artículos nacionales, en lo referente a la definición de terrorismo. Y ello, pese a que no existe un Código Penal Europeo que lo corrobore.
Digo que el diario El País fijaba –en portada y a cuatro columnas, como muestra de la relevancia informativa otorgada al caso– que «Una reunión en Suiza encarriló el pacto que lanza la legislatura». Es decir, el futuro –legislatura mediante– de todos nosotros depende de los acuerdos adoptados ¡en Suiza! Reunión en secreto y en plena crisis koldista, como si los interlocutores tuvieran que hurtarse a las miradas circundantes y adoptaran formas de reunión de alto espionaje, pero espionaje de Anacleto, no de James Bond. Como si no hubiera plazas posibles en las que discutir un plan y un programa y hubiera que refugiarse en la neutral, bancaria y láctea Suiza, donde casi nadie conoce el nombre de sus gobernantes, como prueba de ejemplaridad normalizada, lejos del protagonismo que nos gastamos por aquí.
Una legislatura y sus derivadas, que se viene hilvanando, justamente, en plazas extranjeras: ya Waterloo y sus reuniones diversas con Puigdemont; ya Bruselas con Puigdemont de nuevo y Santos Cerdá; ya Rabat y el marco de política exterior en el Sahel;y ahora el premio suizo, que no es un reloj de cuco. Todo ello para reverdecer la tendencia a las grandes proclamas y gestualidades que se producen en el exterior. Desde el Manifiesto de Lausana de 1945 al primer Manifiesto de Estoril de 1947 –ambos de estirpe juanista y borbónica–, pasando por el Contubernio de Múnich de 1961 –como anticipo democratizador y antifranquista– para acabar con el manifiesto de la Junta Democrática, dado en París en 1974. Todo ello apunta y señala a la tendencia centrífuga de las oposiciones políticas habidas, que rehúyen de Madrid y buscan capitalizarse y buscan otras capitalidades con menos bronce y más prensa periódica.