Si la sociedad actual nos conduce a realizar dietas detox o a buscar espacios de silencio para encontrarse con uno mismo, lo aceptamos con sumo agrado. Es lo moderno, lo que se lleva, lo cool. Pero si lo mismo, aunque con más profundidad y sentido, lo propone la Iglesia católica, somos capaces de afirmar que esas mismas prácticas están ancladas en la Edad Media.
La oración nos invita no a encontrarnos con nosotros mismos, en una individualidad egoísta e insensible, sino a profundizar la relación con Dios, con otro que no somos nosotros que nos une fraternalmente a todos. Especialmente a los más débiles y necesitados.
Con el ayuno descubrimos que, en mucho, somos esclavos de nuestro propio cuerpo, de nuestras inclinaciones, impulsos e instintos. Lo que aparece al principio como libertad, nos lleva con rapidez por caminos de esclavitud. Espejismos. Es tan importante el cuerpo que todo lo que hacemos en él, todo, le afecta también a nuestra interioridad, a nuestro espíritu. Somos unidad indisoluble de corporalidad y espiritualidad. ¡Y cómo no ayunar de palabras, pensamientos y deseos!
Con la limosna nos unimos a tantos como no tienen ni siquiera lo más básico. Ensancha nuestro espíritu y nuestro corazón y nos une a todos. Tantas cosas prescindibles, superfluas, innecesarias. ¡Cuántas cosas no necesito!
En definitiva y síntesis, la Cuaresma, que es tiempo de purificación, nos lleva por caminos de dar buen fruto en nuestra vida. Es como el que poda una planta porque, si no lo hace, los frutos se irán debilitando. Los frutos de nuestra vida personal y comunitaria pasan por vivir una buena Cuaresma.