Por lo que sea, somos amigos del fin, del desastre, de la frustración para siempre. Es que como si gustáramos el abrazo a la desgracia. Muchas veces somos profetas de calamidades, tanto personalmente como para todo nuestro entorno, nuestros ámbitos sociales y formas de vivir. Es verdad que cualquier decisión, cualquier reacción, cualquier hecho o acontecimiento nos puede conducir por caminos antes no transitados, desconocidos, pero también, y con probabilidad alta, preñados de futuro. Muchas cosas nos pueden conducir a hecatombes, pero no al fin, sino a la plenitud. ¡Qué distinta perspectiva! Porque siendo, acaso, el mismo suceso no es la misma mirada. Una cosa es prepararnos para el fin, y otra para la plenitud; no es lo mismo, aunque pueda parecerse y tener similitudes, la muerte que la vida.
¿Cuántas veces se ha augurado a lo largo de la historia que no existía futuro para la humanidad? ¿Para la próxima generación? Casi cada generación. Hasta ahora, no ha sido así. Nos gusta, sentimos placer en el anuncio del fin del mundo, de las eras, de épocas y de sistemas sin darnos cuenta -porque nunca en la historia parece que se han dado globalmente- de que lo que parecía encaminado al desastre estaba preñado de futuro.
Vamos a vivir con esperanza. Confiando en el Señor, en el único Señor de la historia, el único juez de vivos y muertos; en aquel que ha entregado la vida hasta el extremo. El que nos ha amado para que aprendamos a amar. Ese es nuestro destino. Esa es la única y verdadera plenitud. Ese es el fin que se torna en un principio eterno.