Entregarse sin reservas. Darse por entero. Vaciarse hasta el extremo. Lo que dice y reza el Salmo 130: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad. Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre; como un niño saciado así está mi alma dentro de mí. Espere Israel en el Señor ahora y por siempre». Más. Abandonados en las manos de Dios. Confiados en Él por entero. Lo que vemos en Jesucristo porque, en realidad, aunque pensemos tener muchas cosas, solo nos poseemos a nosotros mismos. Lo que soy, lo que tengo, es lo que entrego. La vida.
Y es que ese es el estilo y el camino que tenemos que tener los cristianos personalmente y como Iglesia, en nuestras comunidades y parroquias. Porque, fíjate, «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?».
No se trata de pecado o no pecado sino de algo mucho más bello: llenar tu vida de obras buenas. Sembrar la eternidad con el bien desarrollado que es lo que hay en tu corazón. Por eso, no te cierres a tu propia carne, no te desentiendas de los tuyos, no te olvides ni ignores a Dios.
La única ofrenda agradable es la de toda tu vida sin reservas, sin cuidados, hasta el extremo.