Sorprende muchas veces por dónde nos lleva la escritura. Por imágenes vistas o soñadas o idealizadas. Por alucinaciones de rara temperatura emocional. Veía todavía figuras filiformes, como de Giacometti, con matusalénicas barbas que cruzaban la Place du Parlament en diagonal, como acaso la atravesara el exiliado Goya, y mirase de reojo la fuente decimonónica, y los infinitos mascarones de las fachadas le observaran a su vez, rijosos y varados en su piedra, como muecas fosilizadas por el tiempo.
Veo, en otro momento, que esos mascarones tienen medio cuerpo fuera del agua y un barco atlántico a su espalda, hablan un idioma acuático de maderas musealizadas y casi podridas, pero te miran desde el ahogo del tiempo muerto como queriéndote llevar a navegar siglos que no vuelven. En esas proas marineras que han perdido sus policromías viajaban con los marinos unos seres mitológicos, faunos o náyades, escudos o figuras animalísticas, a veces rostros familiares. ¿A quién miran esos mascarones? ¿Por qué rutas mágicas navegan pilotando naves oceánicas? ¿Qué observan desde sus paredes públicas, bajo los balcones o en la clave de los arcos, envueltos en grutescos, y qué representan en el fondo?
La arquitectura modernista de principios del siglo XX los regaló en abundancia a su clientela burguesa. En casinos y balnearios, en ostentosas fachadas urbanas donde la arquitectura buscaba una seña identitaria de clase, decoradores y maestros canteros recuperaron cariátides helénicas como signos de un cultivado estatus social y económico. Todo un parnaso de diosas desnudas y asexuados dioses, de musas de las artes con sus atributos civiles fueron sustituyendo así a la anterior iconografía cristiana.
Si los mascarones de proa pudieron tener mucho de amuleto protector, de sortilegio contra los peligros marinos desde la Antigüedad, y reposan en museos celosamente protegidos, en cambios esos mascarones urbanos te miran sonriendo por dentro, rumiando su pétrea rigidez, enseñando voluptuosas curvas de pagana mitología, desafiantes desde sus cuerpos semienterrados en la pared o sujetando con sus brazos capiteles y cornisas, adornándose en la suerte y con esa pizca de insolente orgullo fin de siglo. Pero si hay mitos en piedra, seres que parecen humanizar el hecho arquitectónico, son las cariátides griegas del Erecteion en la Acrópolis, esas figuras humanas vestidas, convertidas en columnas que sustentan el techo del templo por la eternidad y que el neoclasicismo las transformó en ornamento decorativo, como, por ejemplo, las que custodian la entrada de lo que fue un gran banco español —el templo del dinero— y hoy es la sede central del Instituto Cervantes. (En mi ciudad se puede ver todavía algún mascarón en la fachada de La Ferroviaria, ahora en plena rehabilitación, a la entrada del parque Gasset.)
¿Acabarán convirtiéndonos en piedra que adorna o sustenta, de mirada fija bajo la piel de arenisca o alabastro, ya mascarón o cariátide? «Ah, pero si es Martes de Carnaval».