Medida del hombre, medida de la vida. Sarmientos que flotan a lo lejos y Ángel que todavía no podía sembrar sus patatas. El agua es nada más que la reciente sucesión de borrascas con libro de familia, un océano de paraguas imaginarios que acompañan el sueño y acaban, ya lo ven, llevándome también.
Es un sueño, una quimera y la pesadilla histórica en mi ciudad. Lo ha debido explicar todo muy bien el catedrático de Caminos de la UCLM, José María Coronado, en su libro Ciudad Real, la ciudad sin agua. Una historia de la ingeniería para la supervivencia (Serendipia), presentado el jueves. Eterna pena de sequía. Grifos lejos. Acarrear los cubos hasta una fuente en la puerta de Calatrava. Acometidas dentro de rondas que no se producían hasta bien entrados los años setenta. Cisternas abasteciendo a los vecinos en los ochenta. Los mismos que ahora lloran su asombro cuando hay reventones y las calles son ríos. Los pies de foto de una escasez que implorase a las nubes o a esta geografía sin ríos caudalosos, terreras insanas e inundaciones desde la plaza del Pilar hasta la calle Alarcos. Cuánto sabemos de esa supervivencia, de pozos en cada patio para extraer esta savia vital, agua escondida y sed ancestral.
Pasiones y guerras del agua. Mi reino por un trasvase. Porque somos, como el planeta, setenta por ciento de agua. Pero el mundo nada en sal y llegan la desaladoras para no llevarse la del Tajo. Como una hidráulica de la moral. Que mis inundaciones son mías y mi delta del Ebro es para mi arroz y mi Mediterráneo. Nuestro Cigüela que amamante a las Tablas. Nuestro Bullaque que corra, para bañarnos cada fin de año. Que fluyan a modo la Chorrera de Horcajo y el Hundimiento de Ruidera y no se sequen la Redondilla y la Lengua. Que no tengan que entrar las máquinas a limpiar el fondo del Gasset, como cuando nos lo bebimos entero. Que el ramal de la llamada Tubería Manchega llegue pronto…
Agua que mata y salva. Que nos ahoga y nos cura. La misma que no acertamos a canalizar en condiciones cuando son negras ni a administrar equitativamente cuando son blancas y transparentes. Del «¡agua va!» y los pozos negros a los atascos en el mismo centro de la ciudad —esta semana lo recogía el periódico—, de la potabilización a la desaparición de aquellos manantiales naturales. Al cabo, pesadillas eternas que relatan el paso humano por un planeta en pleno cambio climático, enloquecido de danas y punzadas borrascosas, de lluvias y calores inacabables.
Mi ciudad no tiene puentes de hierro ni de piedra desde donde mirar las crecidas. Ni un Arlanzón siquiera con su ribereño y bello paseo del Espolón; no digamos ese madrileño Manzanares resucitado por el alcalde Tierno y hoy desbordante.
Nostalgia eterna del agua que ya ha huido hasta no sabemos cuándo.