El plató-escenario se llena de actores que no lo son, pero que podrían serlo. Son hombres y mujeres, jóvenes y mayores, estudiantes, trabajadores y jubilados… Son amantes del teatro, todos, por eso están donde están; por eso, quizá, alguno, algún día, quiera serlo.
Un nuevo universo que abre un telón imaginario; una puesta en escena que arroja el esfuerzo final de un reto, de un divertimento, de un llenar el tiempo, de una necesidad, de un placer. Cada uno con su motivación, con su aventura particular. Todos con las ganas de que las cosas salgan bien, de gustar, de que la memoria no les gaste una mala pasada y olviden el texto, de reencontrarse con los compañeros, de demostrar (a uno mismo, a los demás) que se puede, de olvidar lo que es necesario dejar a un lado para avanzar. Memorizar, actuar, mostrarse al público, guardar la vergüenza en el bolsillo, disfrutar… Muchos ingredientes juntos, muchas horas dedicadas, aunque no tantas como quisieran o sienten que necesitarían, muchas, también, las ganas de conseguir combinar esos ingredientes para conseguir el aplauso, para simplemente sentirse bien, para que el director se enorgullezca porque su cosecha ha dado el fruto deseado. Para las tres cosas… y para otras más que no se cuentan. El esfuerzo, antes o después, tiene su recompensa.
Últimos minutos antes de empezar que pasan demasiado rápido. Se escucha una música de fondo y todos olvidan lo que realmente son. Hay que esconder los nervios, aunque no sea fácil. Desconectar de la realidad para conectar con otra muy distinta. Otro país, otra época de la vida, otras circunstancias, otros problemas, otros sueños, otro trabajo… Realidades tan dispares y, sin embargo, se podrían fusionar, cuando se traspasa el pensamiento que mueve la razón y nos balanceamos en ese otro mundo en el que mandan las emociones. Escena real y escena ficticia. ¿Son tan diferentes?
Cada uno está en el lugar en el que debe dentro de ese almacén de repuestos de automóviles en el que trabajan y que tan magníficamente han ambientado. Y va a comenzar la función. La obra elegida: Recuerdo de dos lunes, del estadounidense Arthur Miller. En escena, los actores-alumnos del taller de teatro saben que es martes, pero deciden ignorarlo para meterse en ese primer día de la semana, en el Nueva York de los años 30, en lo que supuso la Gran Depresión. Unos 25 minutos que pasan rápido, como las cosas buenas, en la que cada personaje nos muestra su propia personalidad, sus problemas, sus emociones. Historias llenas de frustraciones, de alcoholismo, de añoranza del país dejado, de recelos, de pobreza, de ternura, de amor… Un lugar lleno de paquetes que se han de mandar, de números, de años perdidos… y de la necesidad de limpiar un ventanal para que entre el sol. Y al final… entra. Y con él, los aplausos y el reconocimiento. Luz que estos actores que no lo son, pero que podrían serlo, han encontrado, seguramente, más allá de ese especial plató-escenario.