Pinochet votaría por mí, es evidente», dijo el líder ultraderechista chileno José Antonio Kast, quien asistirá a la cumbre transatlántica de la Red Política de Valores que se celebrará en el Senado español el próximo diciembre. Kast milita en entidades que defienden «la protección de la vida humana, el matrimonio, la familia y la libertad religiosa», pero no la modestia, dada la improbable conducta que le imputa al fallecido Pinochet. ¿De qué protegen a la vida humana esta cuadrilla de aguerridos Ivanhoes, con el espadón en ristre? protegen la vida humana del derecho al aborto que asiste a las mujeres. No deja de ser sorprendente que ese tipo de entidades defensoras de valores, se fije con carácter preferente en los alrededores de las ingles de las mujeres. Ingles que, por otra parte, les son totalmente ajenas y en nada les incumben. Imaginemos el supuesto contrario, o sea, un mundo presidido por mujeres que dediquen unos cuantos milenios a moralizar, penalizar y legislar sobre los testículos masculinos. Así de absurda es la extrema y generalizada preocupación por el aparato reproductor femenino.
¿Qué autoridad moral tienen esas hordas de hombres con gorros, ya sean mitras, pelucas blancas judiciales o plumas de jefes de tribus, para ordenar lo que una mujer hace en su intimidad? Esta intensa preocupación por la genitalidad femenina tiene el mismo sentido que si les hubiera dado por legislar y moralizar sobre la actividad olfativa de nuestra nariz. Nada tiene sentido hasta que en el asunto inguinal se introduce el componente monetario. A ver, si un varón con un patrimonio fecunda a una hembra, éste ha de asegurarse de que su patrimonio será heredado única y exclusivamente por su descendencia, asegurándose asimismo de que no pasará la vergüenza de que sus bienes sean aprovechados por los hijos de otro inseminador. Esta y no otra es la razón de la obsesión por la virginidad: el dinero. Esta razón económica se la reviste con lazos y celofanes de moralidad y resulta que se funda una Red Política de Valores. Efectivamente, de valores tratamos, del valor dinerario implícito al control de una familia.
Su preocupación por la ley del latido fetal resulta igualmente cínica. ¿Quiénes son ellos para decidir qué hace una mujer en determinadas circunstancias?, ¿qué saben ellos del dolor por el feto desaparecido o del dolor de la decisión? En sentido contrario, ¿por qué quieren que las mujeres no aborten y, sin embargo, solo quieren que los hijos nazcan en el seno de su definición de familia? En su fantástico mundo de familia feliz, ¿qué ocurriría con las mujeres que deciden tener hijos solas? Sería conveniente que en las asociaciones defensoras de tan pecuniarios valores miraran a las mujeres de cintura para arriba y, si es posible, a la cara, con la finalidad de entender que, a fin de cuentas, la decisión de la mujer es la que cuenta, aunque de este modo las cuentas no les cuadren.