En este domingo, casi en vísperas de la noche buena del nacimiento del niño Jesús, leemos en el evangelio el episodio de la visitación: la Virgen María va a visitar a su prima Isabel que estaba embarazada. Todo un poco incomprensible. Normal que una mentalidad analítica, moderna, que tenga como punto de apoyo la razón encuentre muy añejo que una virgen, sin tener relaciones, sin conocer varón, conciba en su vientre al anunciado y esperado salvador de la humanidad; una anciana, Isabel, que queda también embarazada. La última de Juan, el bautista, la primera, de Jesús, Dios-con-nosotros. Solo si realmente hablamos de milagro, si Dios está interviniendo positivamente en querer compartir nuestra existencia, estos dos hechos quedan explicados. Si se eliminan las intervenciones únicas y singulares de Dios, entonces, resultan fábulas legendarias más lastradas por un pasado mitológico que abiertas a un futuro de esperanza y salvífico.
De rodillas, reconociendo que solo Dios es Dios podemos preguntarnos quiénes somos para que Dios quiera estar con nosotros, compartir nuestra historia, el devenir del hombre. Cuál es nuestra grandeza; qué alberga nuestra carne mortal, entendimiento, voluntad y corazón para que Dios quiera parecerse a nosotros; ser como nosotros. Más. Y que ese compartir existencia tenga, con indispensable necesidad, la disponibilidad de dos mujeres. Su libertad entregada a las manos de Dios. Además, desde la maternidad. No podría haber nada más contrario a la sensibilidad actual. Sin embargo, Dios tiene la última palabra. En ellas, en su libertad, en lo incomprensible e inesperado Dios actúa.