La vida o la mirada. El mirar más allá. Al otro lado de. Mirar distinto lo que otros han mirado/vivido antes. Qué difícil. Mirar como ir quitando capas superficiales que podrán ser a su vez preguntas. Dejarse llevar por esos instantes donde la mirada encuentra puntos de confluencia que pueden ser un aparente juego de contrarios —tal que alguna de mis columnas recientes— o una especie de interferencias, de nudos que van saliendo al camino incierto.
Alcanzar, sentir, mirar esas figuras que flotan «inmóviles en el paisaje inmóvil», como terminaba Walter Benjamin, en diciembre de 1933, su artículo titulado Al sol. Palabras enhebradas, fundidas entre fotografías, textos/páginas transparentes sobre fondos marinos mediterráneos. La exquisitez nada pretenciosa de esas ediciones que pasan desapercibidas pero te convocan a mirar más dentro, como en Ibiza, la isla perdida de Walter Benjamin (Eolas & Menoslobos), de Cecilia Orueta. De esas piezas donde ni las fotos ilustran los breves textos y cartas del filósofo alemán ni las letras dejan de volar libres, como susurros de esa libertad, lecturas, paz y belleza que el escritor —pocos marcos en el bolsillo pese a su dimensión intelectual— vivió en dos ocasiones, 1932 y 1933, en diversos lugares de la isla. ¿Cómo sentiría, judío él, la irrupción del nazismo? ¿Qué angustia padecería en aquellos pueblos de pescadores ante la criminalidad que se avecinaba? Qué lejos de pensar que años después, 1940, en Portbou, huyendo literalmente de la Gestapo, se quitaría la vida, mirando a ese mismo sol mediterráneo, entonces, escribía en una postal de junio de 1932, sobre «el paisaje más intacto que jamás he visto».
Mirar, vivir. Orueta fija miradas fotográficas como quemadas por el sol, ramajes, troncos, animales, pocos humanos, el contratipo del destrozo turístico, el mar oscuro, soledades, lagartos…; vació la isla como si Benjamin, simultáneamente, describiera «algo tan perfecto que estaba al borde de lo invisible», como acompasándose, dirá en otra ocasión, a la «respiración del paisaje». Respirar también con el mismo asombro del lector actual que mira lo último irreconocible, esas sillas contra la pared que WB comparaba con pinturas de Cranach o Gauguin, este huido a la Polinesia.
Porque las capacidades de la mirada pueden también traspasar los muros más opacos y convertir la permanente oscuridad en incandescente cromatismo. Así, viajando desde la misma insularidad geográfica, nos llegan las Canciones de colores para niños ciegos (Hiperión), del poeta manchego Federico Gallego Ripoll, porque «Los ojos solo ayudan: / es el alma quien ve». Versos convertidos en un metafórico festín de texturas y sabores: como sabe «el añil a despedida, / que el mar a lo lejos tiene / sabor y color de herida, / humo de barco y nostalgia, / difuso temblor de isla». ¿Los temblores y heridas de aquel escritor que un día embarcara en Hamburgo en un mercante hacia una luz única?