José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Atardeceres

27/02/2024

El río Jabalón, su cicatriz reseca, quedaba atrás. Como los años, como el tiempo que fluye y que rescatas a puñados calientes. El tiempo que somos. La luz de febrero que se hace tinta verde sobre los campos calatravos. El horizonte que intentas rescatar para ti, la luz de ventanales infinitos de lo que antes sería una vieja casa en la infinitud manchega. Ahora, todo cristal, todo transparencia. Que nos penetre hondo la luz del atardecer. Y uno leía, horas antes, El último atardecer, la novela de Martín Garzo. Mirar siempre hacia donde la luz se despide, porque La Mancha es únicamente luz, una ficción, atardeceres que nos estremecen. Dejar que entre la luz despiadada de La Mancha.
Y siete amigos, nunca los siete samuráis de Kurosawa que quisieran salvar a nadie. El óxido, fuera, de una tipografía recortada en el ayer y los ancestros recordados: «estraperlista de sueños y caramelos» dice la metáfora… Algún árbol viejo se ha convertido de pronto en escultura y se ha acorazado de metal y pintura, como un ser extraño y valiente, de una abstracción seca y azul que reclama el cielo para sí, acaso un residuo posapocalíptico, un capricho onírico de la naturaleza, un desafío necesario frente a lo racional, ni siquiera un motivo de conversación. Chopos desafiantes por sí, olivos alineados que se agarran al piso como toros de cinco hierbas que vierten el oro por la arboladura de su testuz coronada, nogales oscuros de sombra y sueños, cerezos que colorean en la distancia la mirada abisal de los álamos negros.
Y la conversación despiadada y risueña, la complicidad de pasados compartidos. El difícil arte de discrepar sin herir, los disparos de fogueo, la broma inocua o la ironía más alambicada. Qué difícil y placentero —y cómo satisface cuando se logra en esos momentos— que la diferencia no separe lo que se comparte, que alrededor de un almuerzo que nunca termina fluya, en ordenado caos, la vida y sus desórdenes, sus banalidades y sus azares incomprensibles, sus estragos.
De esos tiempos de paréntesis que no pertenecen a nada ni a nadie, cuando la sinrazón y las pérdidas no encuentran el río que las lleva hacia lo desconocido, se va componiendo —como minúsculas piezas, signos, notas de una partitura imaginaria— el ritmo de la vida contada y conversada sin prisa. Esa vida que mira con cierta melancolía a lo lejos y se va reconciliando con las mordeduras venenosas del tiempo.
Ni ayer ni mañana. Solo esta piel de hoy. Cuando hay momentos para dedicar unas páginas, un deseo, un recuerdo, un abrazo, y yo miro la tarde transparente que se fuga feliz a lo lejos.