El ser humano es un ser que se mueve en multitud de dimensiones y todas ellas le afectan como proyecto, por eso muchos nos resistimos a reducirlo a mero animal. Dimensiones como el amor, la belleza, la relación o el tiempo han ocupado gran parte de las reflexiones que desde la filosofía han abordado la problemática humana. ¿Qué significa el tú para mi realización? ¿Qué misterio hay en ese ser que por amor ya no sabe dónde comienza él y dónde acaba el otro? ¿Qué significa el tiempo para la persona, ese tiempo que inexorablemente va dejando sus marcas en las arrugas que van cubriendo nuestra carne y nuestras almas?¿Qué tipo de definición dar a quien descubre que es mortal y que un día de repente todo acabará?
Debido a esta multitud de dimensiones la existencia humana es dramática, pero hay un aspecto de ese drama que no se hace tan evidente como en la condición temporal y del que se ha reflexionado bastante menos, y es su dimensión espacial.
La persona necesita espacios porque somos seres situados, seres en situación, de ahí nuestra vinculación a las cosas, a los lugares y especialmente a los demás. Necesitamos de lugares, no sólo de tiempos, en los que asentar una experiencia de sentido, aunque, como en el tiempo, en la asimilación de espacios también nos juguemos nuestra destrucción (valga de ejemplo la vinculación del espacio a la ideología política traducida en los nacionalismos, siempre obtusos y desintegradores).
De ser vagabundo a ser peregrinos nos lo jugamos en la simple experiencia de saber que tenemos lugares donde ir. Sin esos lugares la vida sería un infierno. Sin tener donde ir todo sería asfixiante. Pensemos por un instante la ansiedad que crea la niebla en las personas. ¡Con qué facilidad el ser humano siente esa orfandad que genera la desorientación y la ausencia de referencias!
Todo esto es lo que Josep María Esquirol ha llamado «la filosofía del umbral» y en la que ha vuelto a insistir en su última publicación, La escuela del alma. El umbral es el límite que marca la diferencia. Sin umbral todo sería igual, todo sería indistinto, todo sería lo mismo. Y mientras la diferencia nos orienta, la homogeneidad nos oprime. De hecho, una gran parte de la culpa del malestar de nuestra sociedad actual la tiene la homogeneidad con la que se vive y el ahogamiento que esa homogeneidad provoca.
De ahí que, en la era de la confusión, lo primero que deba cultivarse sea el umbral. Sin umbral no hay lugares. El umbral es lo que hace que vivamos acogidos y despidiéndonos, y el mayor sacrilegio que acaba perpetrando el ser humano es entrar en los lugares como si nada significasen, del mismo modo que el mayor sacrilegio temporal es no ser conscientes de que hay instantes en la vida que se convierten en únicos.
Hay umbrales que deben ser atravesados con delicadeza. Entrar en una escuela no debería ser como entrar en cualquier lugar, del mismo modo que entrar en casa no puede equipararse a nada en la vida. Atravesar el umbral de la escuela es entrar en un espacio donde la vibración vital debe ser distinta, como la entrada en el hogar. Estos lugares deben contribuir a mantener la diferencia y resistir a lo homogéneo que siempre amenaza convirtiéndose en motor y posibilidad de auténticas relaciones, de salud y estabilidad.
Procurar que no todo sea lo mismo es procurar que haya lugar para lo otro. Evitar quedar colonizado por el esto es así, el mundo del se que dijera Heidegger, el así se vive, así se disfruta, etc., exige apartarse, apartarse a espacios y tiempos distintos, esos tiempos y espacios que suponen un paréntesis en la existencia. Esos lugares, como la escuela, el hogar, el templo, el hospital, lo que ustedes quieren, son ese hiato en el que se mantienen y se aprecian las diferencias.
A diario vemos atravesar determinados umbrales y entrar en determinados sitios como si nada significasen. La degradación del espacio escolar, del hogar, del Parlamento, etc., no es otra cosa que la desorientación que supone la desacralización de esos lugares habiéndolos convertido en meros espacios. De ahí que no sea casualidad que a veces el Parlamento parezca un bar o que un centro educativo o un hogar parezcan de todo menos lo que debieran ser.