Queridos hijos:
Si es complicado hablar de las relaciones personales, más aún lo es hablar de la familia, que es el tema que hoy os propongo, aunque lo tocaré de forma muy especial. Se ha escrito muchísimo sobre esta cuestión, parece incluso que está todo dicho, pero si me preguntaseis por la experiencia más profunda que he vivido como padre, podría decir que hay un sentimiento de fondo compartido con las relaciones humanas más profundas que he tenido la suerte de experimentar en mi vida.
La auténtica relación humana, la auténtica experiencia amorosa, se caracteriza por ser una mezcla de las más variopintas vivencias, pero conforme van pasando los años uno se va dando cuenta de la distancia tan cortita que existe entre poder vivir dicha experiencia con grandeza y vivirla de manera miserable. Si esto es verdad en diferentes ámbitos de la vida, en la experiencia del encuentro y el amor esa distancia tan corta la viviréis de manera especial, y en ella os jugaréis vivir un auténtico encuentro o la pobreza más absoluta aun con apariencia de felicidad, que es cuando el infierno es más auténtico.
El misterio de todo, conforme pasen los años, lo descubriréis en la capacidad que tengáis para gestionar la unidad y la distancia que en el amor se dan al mismo tiempo. Una relación auténticamente humana, una relación amorosa, es la vivencia más profunda de ser uno con el otro y al mismo tiempo vivir la tristeza que supone la distancia de tener que ser distinto a él. Misterio de unidad y distancia abismal. Y por mucho que se desee esa unidad uno acaba reconociendo que sólo con el respeto a la distancia cabe la posibilidad de amar de verdad, porque si no, no habría amor y relación auténticos. Aprended a gestionar ese misterio y os ahorraréis muchos sufrimientos sabiendo que ser uno con alguien no exige dominar ni imponer.
Este es el infierno que en la familia eligen esos padres y esas madres que, cegados por la luz del amor, se olvidan de que la auténtica unidad exige la distancia, y esa distancia es la única vía del reconocimiento personal. Por no saber dónde está la identidad ni la distancia, muchos pierden la capacidad de ejercer la verdadera autoridad. Por desconocer en qué consiste esa unidad y esa distancia, también muchos viven en la perpetua obsesión de hacer de sus hijos una prolongación artificial de sus desengaños y frustraciones. Entonces los hijos acaban convirtiéndose en floreros que enseñar cuando no en dardos con los que atacar al otro.
Cuando algunos filósofos se preguntaron por el sentido de la existencia, por el mal, el porqué de un Dios que nos ha creado en este mundo pudiéndonos haber creado directamente con Él, algunos no podían entenderlo sino a la luz del amor y de esa distancia que conlleva dicho amor. Si Dios me quiere de verdad, tiene que respetar tanto esa distancia que me tiene que crear libre, libre para amarle sin coacciones, tan libre que hasta pueda odiarle. Si no es así, Dios no me amaría. Habría creado un florero, un cuadro precioso, pero no una persona. Estos filósofos me enseñaron el sentido de la libertad y del amor, el sentido de la distancia.
Ser padre y ser madre no es ser dueño de objetos que se lucen para exaltar las soberbias de los que creen que poseen más que los demás, ni son seres de los que tenemos que avergonzarnos porque no responden a los estereotipos que se nos imponen. Ser padre y ser madre no es usar a nuestros hijos como una piedra que se lanza a la cabeza de los demás sobreexplotando sus capacidades, es vivir en la humildad y la sencillez de contribuir al moldeamiento de un ser libre que tiene que realizar su existencia en libertad con sus imperfecciones y sus errores, gestionar sus frustraciones y educarles para que en la intemperie más absoluta sean capaces de crear auténticos espacios de humanidad y cobijo a la luz de la verdad de quienes son.
A lo largo de estos años me habéis oído hablar mucho de que nuestro mundo es el mundo de Narciso, el mundo del engalanamiento vacío y frívolo, el mundo de la imagen. A ese mundo pertenecen también sus hijos. Por eso es tan difícil educar a los hijos de Narciso, porque no son hijos, son detalles de decoración perfectos con los que pasearse más a gusto por la pasarela en la que ha convertido el mundo.
Si me equivoqué os pido disculpas, pero jamás os usé para nada ni contra nadie. He procurado respetar la distancia que el amor me dio hacia vosotros para que en vuestras pequeñas decisiones os fueseis moldeando desde la libertad que la auténtica autoridad otorga, la autoridad del amor, gracias a la cual creo que, como hijos, jamás os habéis sentido solos. Unidad y distancia.