No está Criptana pintada de blanco y añil, ni vuela por los aires en un fragor de molinos convertidos en gigantes, ni entona viejos cuplés insinuantes interpretados por su mito regresado de Hollywood. No es la Mancha vertiginosa de horizontalidad, germinal y contemplativa, brumosa de formas cúbicas, fondo de un paisaje sin fondo. Ni el cielo que arde a poniente desde el Cerro de la Paz y Víctor de la Serna signó de «espectáculo sobrecogedor» en su libro del 59. Tampoco lo que contó Azorín en los artículos que escribió para El Imparcial en 1905, por aquello de los tres siglos del Quijote, donde la ladera era cruzada por «un hormiguero de mujeres enlutadas» camino del Cristo de Villajos.
Es la imaginación literaturizada del viajero. Es el ensueño cervantino del caminante el que traza sus pasos en los escalones blanqueados del barrio del Albaicín, la incredulidad de la cal que estalla en las retinas hasta chocar casi de pronto con el molino Sardinero, gigante anticipado que parece querer escapar de sus hermanos en la crestería para bajar hasta los predios urbanos y entablar otro tipo de batallas, acaso hasta la plaza del Pozo Hondo, donde otra giganta del cine y la canción, sirena de bronce sin brazos, mira hacia las longitudes que llevan su propio nombre y a las gentes que no quieren salir del molino-museo, donde un piano blanco, el glamour de algunos de sus trajes expuestos y su historial visualizado en las paredes molineras no acaban de paliar la insaciable sed hacia la estrella mediática que fue Sara Montiel.
Es la Criptana que no carece de músicos, de pintores y escultores, de poetas. La misma que baja de los sueños imaginarios cervantinos para hacerse más real y física en su flamante Centro de Interpretación, donde el concepto museográfico es un moderno y muy visual planteamiento para conocer a fondo historia, funcionamiento e importancia de los molinos de viento y del oro blanco harinero. Aquella España cereal, siglos agrarios, paisajes roturados y extensiones desecadas para alimentar un imperio, tierras de pan llevar.
Y hambre de vientos y gigantes con aspas como veleros de la llanura que giran sus cubiertas cónicas buscando, a través de sus doce ventanitas, los doce vientos censados en el lugar; un poético rumbo que los molineros campocriptanenses conocían como los navegantes las corrientes y los vientos oceánicos, y que no me resisto a relacionar con sus nombres populares, bellísimos (desde el norte en sentido de las agujas del reloj): cierzo, barrenero, matacabras, solano alto, solano fijo, solano hondo, mediodía, ábrego hondo, ábrego fijo, ábrego alto, toledano y moriscote. Una suerte de poesía eólica, de sabiduría secular al servicio de esa fuerza invisible de los aires. La fuerza que volteó al bueno de Quijano, el tronado más cuerdo del mundo, aunque, según Borges en su poema El testigo, «se dirá que fue un sueño el del molino». Criptana, hija del viento.