Cuando yo era niño, esta era una forma coloquial de denominar una forma concreta de participar en la Semana Santa: «vamos a ver la procesión». Puede decirse sin intención, simplemente por costumbre, por la forma en la que se denominan en cada lugar las acciones habituales que marcan la existencia. Pero no hay que ser muy avezado para descubrir que, esa expresión puede mostrar que la realidad de Dios queda fuera de nosotros mismos. No nos afecta ni nos compromete. Es un espectáculo. Ver algo como espectadores, una palabra creciente en nuestro vocabulario actual y referido también a la Semana Santa. Con la mejor de las intenciones, ¿no estamos convirtiendo el misterio de Dios en espectáculo? ¿No tendrá relación eso con tomar el nombre de Dios en vano? De alguna forma traemos y llevamos a Dios a nuestro antoja. Más que nosotros preguntarnos si estamos cumpliendo su voluntad, lo hacemos hacer y decir lo que a nosotros nos parece, nos conviene y nos apetece.
Queremos llegar al cielo con Dios, pero no permitimos que nuestro interior le pregunte a él qué necesita de nosotros; que quiere de mí. En medio del ruido de la tradición, ahogamos el Evangelio.
En este Viernes de Dolores, con las lágrimas de la Virgen, que deberían llegarnos a lo más profundo del alma: nuestra madre del Cielo sufriendo por su Hijo; por sus hijos, vamos a preguntarnos en qué lugar del Monte Calvario estamos colocados, cómo nos colocamos existencialmente ante la cruz del Señor.
A las puertas de la Semana Santa, en este Viernes de Dolores, que el Espíritu Santo de Dios nos ayude descubrir el misterio de Dios que nos quiere y se entrega en Jesucristo por nosotros.