José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Entre castillos

18/02/2025

Si hay en nuestro paisaje un punto, una mirada, para el asombro es el que se produce desde las alturas amuralladas de Calatrava la Nueva (Aldea del Rey). (El otro podría ser el criptanense Cerro de la Paz, sembrado de molinos y de infinitudes.) Subir otra vez hasta ese mismo rosetón gigantesco, que parece filtrar el último sol del mundo hacia las profundidades de la iglesia, y no poder evitar de nuevo la bella extrañeza de lo incierto, y las lejanías cromáticas de un color verde que nos comemos con los ojos.
Puerto llamado, cómo no, de Calatrava. Al otro lado del Sacro-Convento, Salvatierra (Calzada de Calatrava). Y hacia el sur, las honduras donde la geografía se hace hueco. Es como si La Mancha se vaciara de colores y de cansancios, como si desaguara una forma de vivir y de sentirse fronteriza y vigilante, guardiana de esencias y guadianesca de sequías, tan olvidada del Jabalón; dejar de ser llanura para mirar al sur, pero encastillada y orgullosa, altiva y más calatrava que nunca. 
La Mancha que otea Sierra Morena al fondo, y más acá la sierra de Puertollano, que casi adivina Al-Andalus desde esa altivez de cuarzo y cristiandad del cerro del Alacranejo donde los caballeros calatravos, mitad monjes y mitad soldados, levantaron a principios del siglo XIII esta inexpugnable fortaleza —casi mil metros— después de perder la de Carrión. Más que nunca se sentirían guardianes y centinelas en aquella Hispania de fronteras móviles, como faros espirituales y guerreros de una llanura que no sabemos si acaba o empieza. 
Ese asombro, decía, del viajero medio urbanita frente al silencio de las horas fugaces y fugadas, ay, de estos días de febrero, la sensación del paisaje vacío y la duda lírica de si las elevaciones cuarcíticas no brotaron ya, a la vez, con estos cimientos y tracerías entre cistercienses y mudéjares que desde mediados del XIX son 'monumento nacional' pese al estado ruinoso del aquel entonces (la restauración, cuando no verdadera reconstrucción, de este enclave a lo largo del tiempo, hoy tan merecidamente cinematográfico, es otro capítulo que sorprendería: un «disforme montón de ruinas» escribía el historiador Pérez Fernández que era a comienzos de los años veinte del siglo pasado; como si viéramos cómo estaban la Alhambra y su Fuente de los leones, por ejemplo). 
Y separado por la carretera CR-504, que ha dejado atrás la rotonda del Juego de las Caras, el castillo de Salvatierra, tan musulmán, dicen que origen romano, y tan ruinoso, este sí hasta hoy, abandonado por la misma época que crecía enfrente Calatrava la Nueva. 
El sol último se pone en Salvatierra sobre su torre del homenaje y sobre las crestas volcánicas de la Atalaya que parecen proteger, al pie, la Cañada Real, como también asoma, atrevido, el pico del cerro del Mesto, al otro lado de la carretera. Emergen de las sombras del día ambos castillos en sus históricos turnos de vigilancias medievales. Como ha escrito Pedro A. González en su libro Más allá de la llanura, dos imágenes contrapuestas y casi contradictorias, «dos callados iconos…»
Esa tarde, la distancia de mi mirada hacia lo desconocido.