Ramón Horcajada

Eudaimonía

Ramón Horcajada


De existencialistas y comunistas

16/02/2024

Hubo un tiempo en el que el comunismo se vivió de manera muy generalizada como un proyecto práctico y bello, como una alternativa seria a los demás proyectos políticos, aunque el camino para conseguirlo sería largo y difícil ya que los obstáculos no eran pocos ni pequeños. Junto a esos bellos objetivos es cierto que había también una larga lista de oscuridades: campos de trabajo, intimidaciones, encarcelamientos injustos, asesinatos, hambrunas, carencias y falta de libertad personal, pero para sus defensores quizás valiera la pena pagar ese precio si el fin lo justificaba.
De esas oscuridades se comenzaron a tener noticia en los años treinta del siglo pasado. Por ejemplo, cuando Kravchenko o Rousset lucharon hasta la extenuación para que en Francia se conociera la auténtica verdad sobre los juicios falsos de Moscú y la eliminación de miembros del partido comunista que opinaban de manera distinta a como imponía el régimen. Los diarios comunistas franceses impedían que la verdad se supiese y a ambos les costaron años de juicios y miserias hasta que pudieron hacer ver al mundo lo que realmente estaba sucediendo. La Unión Soviética resultaba que no era el Paraíso de los Trabajadores que aseguraba ser… o al menos no todavía. 
Dentro de estas tensiones, muchos siguieron insistiendo que era mejor defender a la URSS, y más cuando se veía el radicalismo anticomunista que iba asumiendo EEUU. El mal menor eran las promesas de oriente y el diablo era el capitalismo occidental.  Fueron años duros en los que la pregunta fundamental para pensadores, intelectuales y demás, era aclarar qué ideales valía más la pena defender.  En Francia esta polémica fue vivida de manera especial gracias al peso que iban adquiriendo en la sociedad los pensadores que marcarían los derroteros de la literatura y la filosofía europeas de las siguientes décadas. 
Albert Camus fue uno de los que decidió de manera radical, en 1940, no admitir ningún compromiso con el crimen, jamás justificaría ninguna violencia para ningún fin, fuese el que fuese, y así lo expresó tanto a nivel público como a nivel privado a sus amigos desde el mismo comienzo de las luchas por la independencia en su país, Argelia. Para él, ningún filósofo debería justificar jamás acciones colaterales contra nadie en nombre de ningún tipo de fin político. Sartre, Beauvoir y Merleau-Ponty diferían de Camus. Marleau-Ponty se distanciará de ellos con el paso de los años, distanciamiento que acabó a mamporros a altas horas de la noche y tras unas copas de más, pero en aquel momento los tres tenían muy claro que el compromiso podría conllevar mancharse las manos de sangre. Hay una anécdota que clarifica la postura de Sartre de manera exponencial. Preguntado por si sufriese prisión en un país comunista de manera injusta desearía una campaña contra el comunismo o si aceptaría su destino por un bien mayor, respondió de manera tajante que rechazaría la campaña. La reflexión le debió parecer poco clara porque acabó afirmando incluso que en el mundo moderno «la injusticia contra una sola persona ya no es el tema principal».
El mismo Sartre fue protagonista de otro gran enfrentamiento con el que otrora fuese también amigo y colega, Raymond Aron (¡hubo un joven llamado Emmanuel Mounier que quedó por delante de ellos en la oposición a cátedra, pero del que se habla menos!). Cuando Aron publicó en 1955 El opio de los intelectuales, un ataque directo a Sartre, acusándolo a él y demás intelectuales de ser implacables con los fallos de la democracia, pero dispuestos a tolerar los peores crímenes en nombre de doctrinas adecuadas, Sartre respondió con ataques furibundos y constantes durante el resto de su vida, negándole incluso el saludo en algunos actos públicos. 
Cuenta Sara Bakewell que, en 1976, durante una entrevista con Bernard- Henry Lévy, Aron opinaba que los intelectuales izquierdistas no le odiaban porque hubiese señalado la verdadera naturaleza del comunismo, sino porque de entrada había compartido su creencia en él. Lévy replicó: «¿Qué le parece? ¿Es mejor, en cualquier caso, ser Sartre o Aron? ¿Sartre, el vencedor equivocado, o Aron, derrotado pero acertado?». Aron no dio una respuesta clara. Pero la pregunta se ha recordado y se ha convertido en una máxima sencilla y sentimental: que es mejor estar equivocado con Sartre que tener razón con Aron. 
El mundo de la cultura y de la ilustración muchas veces no fue lo que debiera haber sido, da igual en qué país o desde qué ideologías. Los servilismos y esclavitudes acechan allá donde hay un ser humano. Y es algo que nunca debemos olvidar cuando queramos entender muchas de las cosas que nos rodean.