Por qué no hacer una visita guiada: pensó aquel día. Por qué no enseñar a sus amigos del norte su ciudad lejana. Que se la contaran otros. Otros ojos. Otras vidas. Al cabo las visitas con guía estaban de moda. ¿Seremos ciegos, sordos, sin que nos lleven, sin que nos ahorren fatigosas lecturas de guías y folletos? Imposible salir por ahí sin sentir la fascinación oral de esos modernos cantares de ciego del medievo. Él recordaba sobre todo aquella visita guiada en Florencia, entre dos luces y mientras rodaban una película por allí, pero cómo comparar, qué atrevimiento.
Acaso buscara otra perspectiva, esa mínima porción de aura que anida en los corazones más recónditos, ese otro relato que nos convierta en personajes de cuento o en figurantes de alguna superproducción que nos pillara por sorpresa, casi como en la ciudad de los Médici.
Explicaba, a propósito de su novela Pasion nails, Rosario Izquierdo que la verdadera literatura es la que lleva a su autor a ubicarse «en otro lugar diferente al que vivía cuando inició la escritura». Podría haberle pasado a él lo mismo. Que cuando concertó la visita en una amable oficina de turismo de fachada vegetal el lugar fuera otro.
Y que después todos fueran también otros.
Que hubieran entrado a formar parte de la ficción, del relato, que se dice ahora cuando todo es una narración más o menos pactada, ¿un ejercicio de voluntaria suspensión de la credibilidad? Si después del tan traído y llevado Quijote hemos convenido que La Mancha solo existe como ficción, cómo no extasiarse los guiados visitantes por un gran reloj del que salían, como autómatas, escritor y personajes inmortales al son de una sintonía manchega. Cómo no habitar ese otro lugar de la que hablaba la novelista, y qué mejor lugar que la ficción.
Al cabo la historia es un bien argumentado relato con personajes, a partir de una alcantarilla en el suelo de una plaza sobre fondos volcánicos. Con el sedente Alfonso X de García Donaire que contemplara, eterno, los pináculos transparentes y consistoriales de Fernando Higueras. O con el encabalgado Juan II de Sergio Blanco, en su pedestal limpio siempre de las invasivas pintadas, que agradeciera la liberación de su cerco en el toledano castillo de Montalbán convirtiendo la villa en ciudad con todos sus pronunciamientos. O con el chantre de Coca, recóndito en su alabastro renacentista de San Pedro, bien amurallada la iglesia en sus contrafuertes cilíndricos como nostálgica de aquella muralla medieval transformada en un perímetro de asfalto y ruido por donde transitan, dicen los mapas, varias carreteras nacionales. Ficción, mito, leyenda.