La segunda mitad del siglo XX fue, en lo que respecta al mundo de las ideas, un periodo extremadamente productivo que conllevó un cambio fundamental en nuestra manera de entender el mundo y nuestro propio pensamiento. En esas condiciones históricas, el impacto cultural de las guerras mundiales, la desilusión generalizada con el marxismo y el declive de las visiones religiosas del mundo, cristalizaron en un pensamiento que recibió el nombre de posmodernismo y del que Foucault, Derrida, Deleuze o Lyotard serán, entre otros, sus máximos representantes.
El posmodernismo rechazó toda narrativa unificadora de sentido, todo universalismo, y llevó al extremo el escepticismo hacia toda la tradición del pensamiento occidental, la religión y toda certeza social. El objetivo era rechazar las bases sobre las que se asentaba nuestra civilización y el consecuente debilitamiento que todo esto conllevaría. Desconfió de la ciencia y de las demás formas culturalmente dominantes de legitimar afirmaciones para convertirlas en verdades. Las certezas científicas y éticas que habían caracterizado gran parte del pensamiento durante siglos eran ahora insostenibles. El conocimiento, la moral, el sentido, la verdad, son construcciones culturales y ninguna cultura posee las herramientas ni los términos necesarios para evaluar a las demás. En eso consistía realmente el desmantelamiento de nuestra cultura que el posmodernismo se propuso.
Como movimiento es difícil definirlo. Sus raíces se adentran en ámbitos tan diversos como la literatura, la filosofía, las ciencias sociales, psicoanálisis, la lingüística, etc., pero hay autores como Pluckrose y Lindsay que se han atrevido a dar unas líneas comunes a la hora de definir una corriente tan amplia y variada que representa la profunda crisis cultural en la que se vio inmerso el pensamiento occidental acompañado de una desconfianza cada vez mayor hacia los órdenes sociales liberales. En su libro Teorías cínicas, publicado en Alianza Editorial, hablan de dos principios fundamentales sobre los que gravitaría el posmodernismo. Por un lado, un escepticismo radical hacia la posibilidad de alcanzar conocimientos objetivos o verdaderos y su defensa del constructivismo cultural: según el pensamiento posmoderno, lo que sabemos sólo es posible saberlo dentro del paradigma cultural que produjo ese conocimiento; en segundo lugar, eso que sabemos dentro de cada paradigma cultural es representativo dentro de sus sistemas de poder, de ahí la creencia de que la sociedad está asentada sobre dichos sistemas de poder que decidirían qué se puede saber y cómo.
Ambos principios han supuesto la difuminación de todo tipo de límite en las cuestiones más variadas, tanto entre la ciencia y el arte (Lyotard), la alta y la baja cultura (Jameson), la persona y el animal (Deleuze), la concepción de la sexualidad y del género o incluso entre la salud y la enfermedad (Foucault). Los teóricos posmodernos han problematizado adrede todas las categorías socialmente significativas con el fin de negarles cualquier tipo de validez objetiva y trastocar los sistemas de poder que puedan existir entre ellas. El lenguaje ha sido usado como herramienta con la que se ha controlado a la sociedad y configurado nuestra manera de pensar. Para los posmodernos el lenguaje no se refiere al mundo real, las palabras sólo se refieren a otras palabras, por eso las palabras difieren de otras palabras y de la misma realidad. Jamás accederemos a la realidad, porque el lenguaje sólo habla del lenguaje, de ahí que la tarea sea "deconstruir" el lenguaje para poder rastrear sus incoherencias y los propósitos de dominio que se han ocultado tras él en los discursos de nuestra cultura.
Querer entender nuestro mundo, nuestras democracias, nuestras escuelas, pasa por rastrear la historia de las ideas. Y rastreando las huellas de estas décadas posmodernas vemos que dicho discurso ha cuajado actualmente en metanarrativas idealistas que, alejadas de la realidad, no responden ni podrán responder jamás a unas exigencias mínimas de justicia y solidaridad reales ni a principios de reciprocidad fundamentales, ya que introducen a los individuos en metadiscursos de exigencias infinitas sin base real, de ahí que sea tan difícil contrastarlas ni refutarlas, porque se asientan sobre la nada y sobre el gran mito de la lucha y la denuncia de eso que llaman poder. Como diría un buen popperiano, nunca se equivocan. ¿Qué es lo que queda? Mero subjetivismo, deseos infantiles y caprichos maquiavélicos embadurnados de virtuosismo incapaces de responder a una simple pregunta: ¿por qué es bueno o no hacer esto?