Llevamos tres semanas de Cuaresma y nos quedan otras tres para llegar a la Semana Santa. ¿Cabe preguntarme de qué me están sirviendo estos días? ¿Qué en concreto estoy puliendo, podando, ajustando de mi vida? ¿En qué necesito cambiar? ¿Mejorar? Porque nos fijamos mucho en que ser cristiano es ser buena persona, y ¿qué significa eso para mi vida? Identificar cristiano con buena persona es una buena excusa para no plantearnos nada, para seguir igual, para que Dios no sea ni referencia ni exigencia de nuestra vida. Pretexto para la tibieza, la mediocridad y el conformismo.
Ser cristiano es ser discípulo de Jesús y ya sabemos a dónde nos lleva seguir sus pasos: a la cruz. Crucificar odios, rencores, envidias, celos, egoísmos, avaricias, apariencias, materialismos… Cada uno conoce su vida. No se trata de esfuerzos de la voluntad, aunque necesitemos de ellos. Es la conversión del corazón. Dice el papa san Juan XXIII: «La conversión no es solo cambiar de vida, sino cambiar de corazón».
Otras iglesias acusan a La Católica de que lo tenemos fácil: vamos a confesar, nos arrepentimos y ya está el perdón. Y no, el arrepentimiento no se puede improvisar. O te duele el corazón, o no te duele, o lloras en el alma por tus pecados y ofensas, ya sean contra Dios, contra los demás, o contra uno mismo, o no hay arrepentimiento verdadero. O tienes experiencia de ello, o no, pero no se puede improvisar.
La conversión es la del corazón que podrá ir acompañada de nuevas actitudes y hábitos que serán reflejo de una realidad más profunda.