Hoy, en este viernes, mañana sábado, estamos concluyendo el año litúrgico que comenzó el año pasado, en 2023, el 3 de diciembre. Un año completo ha transcurrido. Si el devenir natural del tiempo nos lo hemos dado en el calendario gregoriano de 365 -salvando los años bisiestos para ajustarnos en horas y segundos- el año litúrgico comienza con las vísperas del primer domingo de Adviento: mañana por la tarde, sábado 30 de noviembre.
Este tiempo es el más propiamente humano en su concepción. Es un tiempo de espera, de gozo incoado, de semilla incipiente. Cuántas veces a lo largo de nuestra vida anhelamos que llegue la plenitud. Constantemente proyectamos, soñamos, esperamos. Desde que nacemos, estamos lanzados al futuro. Más. A la plenitud. Así vamos configurando toda nuestra existencia. Por eso, este tiempo de Adviento que espera anhelante que todo se cumpla, que nos alcance la plenitud, es el más propiamente humano, el que más coincide con nuestra naturaleza y nuestro ser. «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto» (Rom 8, 19.22).
Es el tiempo de caminar vigilantes, porque el Señor viene, está viniendo. Es tiempo de despertar, de abrir los ojos, de abrir los brazos en la espera del Señor.
Llegará la Navidad, y seguiremos esperando, porque el Señor sigue viniendo a nuestra vida, a nuestra existencia, a la historia común compartida. En la mentira nos cerramos y nos sentamos. Con el Señor nos llega la luz de la plenitud que nos ayuda a seguir caminando a su encuentro. Lo esperamos.