La vida opera siempre por acumulación. Pequeñas o grandes acumulaciones de la más diversa naturaleza que se van depositando como estratos, capas de conocimiento y experiencias, de sentimientos y desazones, de recuerdos y desapariciones, de actos y pulsiones creativas, y de objetos físicos que hablan de lo que fuimos o quisimos ser. Aspiramos seguramente a inmortalizarnos en los hijos, en una suerte de sucesión de genes, de un adn poético que perviva mientras nos recuerde alguien en algún futuro. Se refería Fernando Aramburu en su última columna al «hambre de inmortalidad» de Unamuno según argumentaba en el libro Del sentimiento trágico de la vida, la aspiración de durar «en la memoria frágil de la especie», para concluir el donostiarra que vive en Hannover que, por el contrario, él solo aspiraba a «salir de escena con elegante aceptación cuando llegue la hora».
A esa hora final se refiere también la obra teatral de Juan Mayorga, La colección, que Sacristán y Ana Marzoa estrenaban recientemente en La Abadía, y luego en gira. Se trata de la lucidez filosófica y trágica de desaparecer sin herederos que conserven una misteriosa colección atesorada durante toda la vida, y la búsqueda de un sucesor que la herede y custodie. Para Walter Benjamin coleccionar es redimir la cosas y complementar la redención del hombre. Colección como sinónimo o metáfora de una o muchas vidas. Colecciones que podrán tener valor monetario o solo precio sentimental, huella, y prolongación a su vez, de existencia y de sentimiento, de minúsculas grandes pasiones, amores, aficiones, querencias, viajes… Al cabo, la identidad materializada en una barahúnda más o menos desordenada. Porque siempre llega una edad acumulada de referentes tan personales que difícilmente se apreciará igual después. El cartel de aquella película que siempre presidió tu mesa de trabajo, el muñequito Harpo Marx que tu hijo aprendió a identificar antes de romper a hablar y ver luego en la pantalla, la foto de los dos hermanos juntos en la cama y todavía tostaditos a la vuelta de algún verano o el original, dedicado por su autor, de la cubierta de un libro que le editaste con cariño.
¿Quién se hará cargo físico y espiritual de ese legado, de ese trallazo de melancolías intraspasables? ¿Quién valorará al desmontar una casa vacía, llena de ausencias lloradas, aquel libro firmado por el escritor favorito y admirado en vida paterna? ¿Quién y cómo rebobinará el relato de tantas pequeñas grandes cosas, que un día significaron tanto para quien dejó atrás el rastro de tantas letras, nimbadas por algo parecido a una breve inmortalidad agridulcemente provinciana? Como los personajes de la emotiva y tan cercana película La casa, premiada en Málaga y ahora en cartel, esos tres hermanos que han perdido al padre y vuelven sobre su pasado materializado en una casa de verano, símbolo de su vida, sus relaciones y, a su vez, del ayer irremediable. Son las pequeñas inmortalidades de las que nunca seremos dueños. Todo lo que dejamos.