En el evangelio de este domingo encontramos dos grandes milagros: la curación de la hija de Jairo y el de la mujer que sufría flujos de sangre.
No son inseparables el alma del cuerpo. Todo lo que hacemos deja una huella indeleble en el alma. Hasta lo más superficial: si bebemos, si abusamos, en cualquier sentido. Si absolutizamos el cuerpo y todo lo reducimos a lo material, nuestra alma queda raquítica, sin fuerza, sin vigor. Pero, igual si todo lo reducimos a lo espiritual porque la persona es una unidad integral en cuerpo y alma. Con sencillez profunda: ¿qué tendrá que ver el sufrimiento para provocar una úlcera de estómago? Ese simple hecho nos señala una realidad profunda. Lo que hacemos al cuerpo le afecta al alma, y al contrario. Por eso, las curaciones milagrosas de Jesús son, en primer lugar, una acción integral sobre el hombre. Estamos rodeados de milagros, pero quizá no estamos abiertos a saber verlos. Nos pasa como en los tiempos de Jesús. Quizá algún milagro que afecte solo al cuerpo podrá llamarnos más la atención: si viéramos, de un día para otro, a un enfermo terminal de cáncer salir del hospital. A veces suceden esos hechos y quedan un poco ahogados en la vorágine de la actualidad. Pasa lo mismo que en época de Jesús.
Y es que no se tratan de acciones mágicas o extraordinarias, sino acciones para las que es necesaria la fe y, por eso, la simple actualidad tiene la capacidad de declararlas irrelevantes. Solo desde la fe tenemos capacidad para descubrir la acción de Dios.