Les separan más de tres siglos y ahora el azar de la programación cultural los acerca, los une en el cruce de analogías/disonancias de mi subjetiva columna. Del gran barroco tenebrista italiano, perseguido por la justicia, casi maldito, al americano rey del pop que convirtió unas latas de sopa en arte. No sé si alguien los habrá enlazado antes, uno lo hizo en el trayecto de ese día, entre la sala 7A del Museo del Prado y las tres plantas del Museo Lázaro Galdiano.
Había que conocer el Caravaggio perdido y redescubierto, penetrar en una especie de capilla casi en penumbra y asombrarte con ese fogonazo diagonal de luz que brota del Ecce Homo, la emoción compartida. Cómo una sala de subastas no supo verlo hace tres años, valorándolo en 1.500 euros. El Prado pudo detectarlo y el Ministerio lo declaró patrimonio inexportable; el cuadro lo adquirió un británico anónimo por menos de 40 millones y, ahora restaurado y estudiado, tendrá esta salita única hasta octubre. Ese dramatismo que interpela al espectador, la pincelada expresionista que convierte el claroscuro en una ventana de percepciones que conmueven, y que, por comparación, en la sala continua, dejan en un escalón inferior al David vencedor de Goliat, único Caravaggio del Prado (los otros dos que hay en España: Salomé con la cabeza del Bautista de las nuevas Colecciones Reales y la Santa Catalina de Alejandría del Thyssen). Mucho le debe el arte moderno a un pintor que apenas si firmó sus obras, no son muchas las hoy conocidas y murió con solo 39 años (1571-1610).
Por el ambiente homoerótico de algunas de sus pinturas, la sensual androginia de personajes como el Apolo tocando el laúd o la ambigüedad del Cupido desnudo de El amor victorioso sobre la ciencia, la música o el gobierno, han hablado sus biógrafos de omnisexualidad, e incluso de icono gay. Y en otras produjo controversias por la demasiada violencia de algunos de los encargos religiosos. Pero si hay iconos en el siglo XX Andy Warhol (1928-1987) lo sería por antonomasia, un mito, que hablaba sin tapujos de su sexualidad diferente. En marzo del 83, el galerista Fernando Vijande le trajo por vez única a Madrid, en plena festiva efervescencia de la Movida, con su exposición 'Pistolas, cuchillos y cruces' que nadie se podía perder y ya forma parte de la historia de todos los que vivimos aquel tiempo. 'Warhol-Vijande, cita en Madrid' es el epígrafe y se exhiben fotos y objetos del momento. Si el milanés inventó la luz atravesando el cuadro, el hipocondriaco Andy, por el contrario, ideó la pintura plana, el gesto, la provocación, sin aparente intervención personal. La exuberante colección del Galdiano choca y seduce, conviven Goyas y Madrazos con la enorme serigrafía warholiana de Mao o las fotos travestidas que le hizo Cristopher Makos.
Qué sacudida de sensaciones cruzadas. Caravaggio pintó al dios Baco e hizo más terrenales a los santos que le encargaban. Warhol, que hizo más diosa a Marilyn, se inventó como marca y murió, millonario, demasiado pronto.