Durante muchos años, siglos, hemos puesto en el centro a la Iglesia, como si fuera ella misma el principio y el fin. Aquella famosa frase de san Cipriano: extra ecclesiam nulla salus, que hasta aparece comentada y aclarada en el Catecismo de la Iglesia Católica, se llevó hasta el extremo pensando que si un niño moría sin bautizar su destino no podría ser el cielo. Convertida la Iglesia en centro absoluto.
La Iglesia es el instrumento que Dios ha querido para llevar a los hombres a Dios. Por eso pone Jesucristo en manos de los apóstoles el anuncio del Evangelio, el poder de perdonar, de atar y desatar, la celebración de la eucaristía, el cuidado, atención y acompañamiento de los pobres en el más amplio sentido y a Pedro como roca y fundamento de la asamblea de los creyentes. Sin embargo, es Cristo el centro, solo Él es la verdad, el camino, la vida. Es la Iglesia el instrumento adecuado, con todas sus limitaciones y pecados, para llevar a los hombres a Dios. Son inseparables Cristo y la Iglesia porque Él mismo la ha puesto en medio del mundo.
A las puertas de la Semana Santa, haciéndole caso a Jesucristo, acerquémonos a confesar, arrepentidos, y vivamos la fe en Cristo insertados en la comunidad de los que lo aman, reconociendo a los otros, a todos, como hermanos nuestros. Dios nos pide tener un corazón como el suyo: cercano, entrañable, compasivo, sufriente; Dios nos pide una vida comprometida con la realidad de nuestro mundo y nuestro tiempo. Cristo, sí, la Iglesia, también porque en ella vive Cristo.