Es en el año 1913 cuando empezamos a observar los primeros testimonios de Ortega y Gasset sobre el cambio que para él supuso el abandono del neokantismo y el encuentro con la fenomenología de Husserl. Un nuevo horizonte filosófico se abría ante él, pero como todo buen discípulo, intentó matizar al maestro. Por no aburrirles, les resumiré dicho matiz: nuestro filósofo usó el método fenomenológico para llegar a las esencias de las cosas, pero en el acto intencional por el que capto las esencias también capto la existencia de esas esencias, de ahí que el encuentro entre mi intencionalidad y la esencia de las cosas haya que estudiarla como 'realidad vivida'. Por eso para Ortega la vida comenzó a ser motivo de cuestión filosófica. Sólo así, incardinando las esencias en la existencia, en la vida, podemos llegar a la plenitud de las cosas. O lo que es lo mismo, el encuentro con las cosas no se reduce, por tanto, a un encuentro intelectual, sino también emocional. Sólo así las cosas nos revelarán sus secretos más profundos, dijo él mismo.
Este descubrimiento llevó al madrileño a publicar en 1914 sus Meditaciones del Quijote, ensayos que para él son «una doctrina de amor». Y es que, entre las varias actividades del amor, sólo hay una que pueda pretender contagiar a los demás, y esa es el afán por comprender y por conocer. ¿Por qué? Porque hay dentro de cada cosa la indicación de una posible plenitud, y un alma noble sentirá la necesidad de perfeccionarla, de auxiliarla, para que logre esa plenitud. Esto es amar. Hay en el amor, en ese deseo de plenitud, una ampliación de la individualidad que absorbe otras cosas dentro de ésta y las funde con nosotros. Por eso nos introducimos en la propiedad de lo amado, sea una mujer, la ciencia, la patria o lo que sea, y lo vemos en todo su valor y la plenitud que demanda. Entonces lo amado lo vemos como formando parte de otra cosa, de ahí que el amor sea universal, porque vive en conexión de todas las cosas que se necesitan para vivir esa plenitud. En el esquema de Ortega la inconexión es el aniquilamiento.
Siempre vi en paralelo esta reflexión de Ortega con aquella que hiciera hace siglos san Agustín en su libro VIII de La Trinidad: «Mas ¿quién ama lo que ignora? Se puede conocer una cosa y no amarla; pero pregunto: ¿es posible amar lo que se desconoce?». Para san Agustín el conocimiento es condición necesaria para amar. No es suficiente, está claro, pero sin conocimiento real de aquello que se ama no hay amor auténtico. Por el conocimiento entramos en las dimensiones más profundas de los seres y entramos en la admiración de aquello que ignorábamos teniendo así la experiencia más sobrecogedora que una persona puede tener: el descubrimiento de que la vida no habría valido la pena sin haber conocido aquello que se amó. Insisto, sea una mujer, la patria, la física, la matemática o la filosofía.
No puede sorprendernos, por tanto, que en un mundo unidimensional como el nuestro, en el que se ha impuesto el pragmatismo y el utilitarismo, no sea el amor precisamente lo que más esté de moda. Para amar es necesario tener tiempo, tiempo para el conocimiento que exige dicho amor por lo amado, ya que el amor necesita un prestar atención. Pero nuestro mundo ya no tiene tiempo. Vivimos en la obsesión de la autoexplotación neurótica para intentar llegar a la plenitud personal, pero una plenitud errada, porque la plenitud a la que aspiramos no es la que provoca el conocimiento de uno mismo y por tanto el amor por uno mismo, sino que se trata de la plenitud de un ego que vive la vida imponiéndose al otro, que es un perfecto desconocido, al que es incapaz de ver más allá que como rival; nuestro consumismo nos ha dejado sin auténtico conocimiento del mundo y solo somos capaces ya de vivir de deseos neuróticos fugaces que nos hacen pensar más en lo que aún no tenemos que en lo poseemos. Vivimos devorando, no contemplando.
Nuestra sociedad es la sociedad de la polarización y de los muros. Es natural, porque es lo único que es capaz de producir la ideología. Ésta no está capacitada para entender de conocimiento ni para dar razones, de ahí que no entienda de plenitudes. Por eso no propone, sólo destruye. No cuestiona. Si dejase a la razón cuestionarse las cosas se preguntaría por muchas cuestiones, pero no cuestiona ni se pregunta. Sólo sabe atacar. Y eso es lo único que podemos esperar, el aniquilamiento que produce la desconexión del desconocimiento de la que hablara nuestro Ortega y Gasset.