Es curioso, sintomático, que cuando Adán y Eva cometen el primer pecado, desobedecer a Dios, la reacción que tienen es esconderse y sentirse avergonzados. Se esconden, en realidad, de ellos mismos, de su infidelidad. El pecado, el mal, el diablo tiene como identidad serpentear, esconderse, buscar sus objetivos sin claridad: estrategias ocultas para conseguir un supuesto bien.
Sin embargo, no es ese el camino que nos conduce ni al bien, ni al amor, ni a Dios.
No necesitamos escondernos, ni permanecer ocultos, para alcanzar el bien o la felicidad. Al contrario. Siempre, y ahí está la tendencia al pecado, la tentación es querer ir más rápido de cómo la naturaleza está configurada. Creemos que para alcanzar las más altas aspiraciones, tenemos que conseguirlas: primero con rapidez, segundo sin esfuerzo y sin entrega, tampoco sin sacrificio y a costa de otros, imponiéndonos a los demás. Transe todo, tus aspiraciones, tus inquietudes, tus sueños con la cruz de Cristo y de su corazón sagrado y sangrando. Pregúntale desde esta frase de santa Margarita María de Alacoque: «Mi amor reina en el padecimiento, triunfa en la humildad y goza en la unidad».
Se trata de una simple comparación: si ves que en tus entregas no hay ningún tipo de pasión por Dios y por los otros, solo sacrificios vacíos, cuidado. Si percibes que tus triunfos no alimentan el servicio sino el afán y la sensación de superioridad, cautela. Si descubres que te alegras, no por el bien del otro, ni por seguir caminando juntos, sino por no sé qué victorias o logros, alerta. Nada de eso te tiene en el camino de Dios. Tampoco del bien. No estás construyendo un mundo mejor.