Alfonso José Ramírez

Eudaimonía

Alfonso José Ramírez

Eudaimonía


La maraña

03/05/2024

Resulta difícil abstenerse de reflexionar sobre el tema político de actualidad, pues aunque se puede caer en la banalidad palabrera, al hablar mucho sobre un tema sin decir nada significativo, se podría caer también en la polarización con facilidad. La indignación, sin embargo, es un buen revulsivo para no resignarse ante el deterioro ético-político en el que se encuentra la escena política, pues somos muchas las personas que vivimos bajo el signo de la indignación, aunque no todo el mundo tiene la misma oportunidad de expresarlo públicamente, ni la mayoría de la sociedad, se ve impelida para salir a las calles y manifestar lo que en privado se manifiesta de forma generalizada, más allá de las manifestaciones desde los bandos políticos. Pero en realidad, ¿cuál es el problema con la libertad de expresión, cuando vemos que la comunicación pública y/o política en gran medida está polarizada o sectarizada? ¿quién lleva la razón: quién más seguidores tiene o es que la razón se dirime por aclamación popular? Curioso.
Oímos a diario en tertulias y debates que gran parte de la prensa española está subvencionada; el mismo gobierno nos habla de fango informativo y de pseudo-medios digitales de la información. ¿No parece ser que vivimos un momento de mucho ruido mediático, ya que se está convirtiendo en noticia no la noticia por sí misma, el contenido de la información, sino el medio informativo, es decir, el informador? El informador que tiene la función de transmitir y comunicar noticias es la noticia por hacer un periodismo de mentiras y bulos en contadas ocasiones. Del mismo modo, el político, que es el mediador respeto a los asuntos públicos y comunes y el gestor de los mismos, se ha convertido en el fin en vez del medio, y apenas se habla de las medidas o programas políticos, y de la calidad de la vida de los ciudadanos y sus problemas, sino que el tema habitual es el drama de los que hacen la política, que son verdaderos actores del escenario parlamentario. Vivimos en una maraña política e informativa permanente; las alianzas medios informativos y políticos contribuyen a crear una maraña muy difícil de discernir. 
A su vez, este clima está siendo alentado por la sociedad del espectáculo, en la que los actores parecen que se han salido del papel y escenario tradicional, para innovar en el guión. Quizá se ha querido hacer de la política un show, marcado por el tacticismo estratégico, por una representación con un guión predeterminado para causar golpes de efecto. Vivimos bajo el signo del efectismo, hasta el punto de que el parlamento político simula más un ring de boxeo, que un parlamento de personas que buscan el acuerdo común mediante el diálogo y el pacto. Y ahora vienen las consecuencias: el diálogo político se ha vaciado de un estilo comunicativo y mediador a cambio del protagonismo mediático. Resultado: los actores políticos se han enfangado en su propio lodo hasta el punto de que este lodazal los va ahogando y asfixiando en lo político y en lo personal. El que ha dado en el ring ahora recibe el golpe más fuerte, y se queja y victimiza, y vuelve contraatacando; todo es utilizado para hacer daño, y se simplifica y desprecia la realidad bajo los mantras de la extrema izquierda y la derecha y la extrema derecha, los fascistas y la podemización de la izquierda. Y efectivamente, hemos de darle la razón al presidente reconociendo que la política es un fango continuo, lo cual provoca hartazgo y cansancio, pues la ciudadanía nos merecemos algo mucho mejor y unos representantes políticos no ya con más y mejor capacidad de gestión política, sino con unos mínimos de vocación humana. Estos días se hablaba de la deshumanización de la política, y así es en realidad.
El mismo presidente ha tenido en su mano lo que hacía la política clásica para mejorar la situación, dar explicaciones en sede parlamentaria en vez de refugiarse en la privacidad. No se trata de dividir el país en dos bandos, sino que los políticos tienen en su mano la solución para mejorar: retomar el valor de la palabra, dejar de maltratarla, y comenzar por redimensionarla, acatando una dimensión que ésta conlleva: la veracidad. Vivimos bajo el imperio de la voluntad de poder, y éste habría de convertirse en voluntad de verdad, lo cual restituiría la política en su originaria dimensión de servicio público. Tanto los políticos como aquellos informadores que tergiversan la palabra, que la maltratan, han de volver a la senda propia de la comunicación: la veracidad, la cual empieza para con uno mismo. La libertad de expresión va unida a la verdad, quizá sea el camino para recuperar el sentido de la maltratada libertad de expresión.