Podría parecer que esa barra que une separando o que separa uniendo acudiera más a menudo a estas columnas. Los signos ortográficos como los lenguajes, en sus múltiples formas, son libres; nos llevan y traen a su antojo. Como ahora, cuando nos ponen frente al doble retrato fotográfico de nuestros Reyes que ha realizado la norteamericana Annie Leibovitz, y uno, de pronto, vuelve la mirada a otro retrato monárquico, el de Antonio López, La Familia de Juan Carlos I (1994-2014).
El retrato del poder es un género en sí mismo. La Historia está llena de ejemplos. A veces brillantes y a veces despiadados con los retratados. Lo simbólico y lo psicológico, lo mitológico y lo hagiográfico han aparecido siempre en este género. Los clientes suelen ser parte importante. El Banco de España ha pagado 137.000 euros a quien es hoy posiblemente la fotógrafa más famosa, con motivo del décimo aniversario de la proclamación de Felipe VI. En una sesión de cinco horas, en febrero, en el Salón Gasparini del Palacio Real, Leibovitz (Connecticut, 1949) diría yo que ha hecho un ejercicio conceptual de fotografiar la fotografía, de subrayar el historicismo: la profusión decorativa del espacio, la luz natural velazqueña, los atributos del poder en el caso del Rey, el vacío sillón regio que aparece en ambos como signo de la continuación dinástica, la utilización del lienzo como soporte final. Al individualizar cada retrato, la autora nos dice de la condición de cada uno. Doña Letizia es solo reina consorte y luce espléndida, como tantas actrices que ha retratado, sin atributos regios, con originales y magníficas piezas de Balenciaga: el vestido negro y una capa fucsia, que sujeta por ambas manos por la espalda podría parecer que fuera a instrumentar un estético lance torero por gaoneras. No sé si en esa ligera inclinación en el encuadre de la foto del Rey se quiera advertir de las dificultades de una singladura que, pese a todo, la Corona está sobrellevando con acierto, cercanía y afán modernizador.
El encargo de Patrimonio Nacional a Antonio López (Tomelloso, 1936), el artista español vivo más cotizado y más seguido por el público, costó unos 300.000 euros en pesetas de entonces, se basó en fotografías de Chema Conesa y tardó veinte años en terminarse, rodeado de un legendario secreto («Es difícil hablar de cuándo se termina un cuadro», expresó Antonio, que por otra parte sólo quería plasmar una familia normal). Se exhibió en el Palacio Real en la colectiva 'El retrato en las colecciones reales' y levantó polémica. El profesor Delfín Rodríguez habló en su crítica de un retrato anacrónico o ucrónico, que «no debiera haberse terminado, aunque en el inacabamiento resida su misterio». (Lo pueden ver en el Palacio y a un clic en internet.) De tan normal, ni decoración ni signos de realeza, neutros, desangelados en una especie de exilio.
El glamour hollywoodiense de Leibovitz aún tardaría en llegar, hoy es visitable en la muestra 'La tiranía del Cronos', del Banco de España.