En cuatro semanas llegará la Navidad. Comenzamos ahora el tiempo de Adviento que nos remite al nacimiento de Jesús en el portal de Belén hace más de dos mil años. Es el cumpleaños. Unos días de fiesta hermosa como recuerdo: el nacimiento del niño Jesús sucedió, quedó en el pasado, pero lo seguimos celebrando. Solo unos pocos, entonces, supieron descubrir su presencia y lo adoraron.
Pero el Adviento no solo nos remite al pasado. Nos lleva también al futuro, a la segunda y definitiva venida de Jesucristo al final de los tiempos. La existencia del Cielo y de la vida eterna, nos hace que nos tomemos en serio nuestra vida terrena. No es indiferente la actitud y la relación que establecemos con los pobres, con los más débiles, con los marginados y excluidos. No, no da igual lo que hago con mi vecino y amigo. El Cielo es recompensa a una vida comprometida. De lo contario, convertimos lo religioso y la cruz de Jesús en pura apariencia. La vaciamos de contenido. El final de los tiempos estará unido a un juicio de misericordia y comprensión, pero juicio.
Un tercer aspecto. El Adviento, la Navidad, nos hablan de Dios con nosotros. Así, con tanta belleza, lo expresa el profeta Isaías: «Jamás se oyó ni se escuchó, ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por quien espera en él. Sales al encuentro de quien practica con alegría la justicia y, andando en tus caminos, se acuerda de ti». Dios con nosotros, Dios para nosotros, Dios en nosotros. La presencia más real en nosotros es la de Dios.