Ramón Horcajada

Eudaimonía

Ramón Horcajada


La captología

22/09/2023

La universidad de Stanford extiende su enorme campus por Palo Alto, a cincuenta kilómetros al sur de San Francisco. En su centro se encuentran unos locales amplios y modernos que alojan desde 1998 el Persuasive Technology Lab, el laboratorio de tecnologías de la persuasión, en el que se reúnen equipos de ingenieros y estudiantes dirigidos por B. J. Fogg, de sesenta años de edad. Este hombre redactó una tesis doctoral sobre los «ordenadores carismáticos» y postulaba en dicho trabajo que la forma en que los ordenadores se dirigen a sus usuarios es tan importante como la información que proporcionan. Para él, el vínculo que comunica al humano con la pantalla del ordenador es mucho más complejo que el que comunica a los humanos con simples herramientas. 
A raíz de la defensa de su profética tesis doctoral, Fogg encontró fondos para crear el mencionado laboratorio de la persuasión, en el que se han formado los grandes gurús de las redes sociales, empresas digitales cuyo valor supera los mil millones de dólares (Instagram, por ejemplo). «Intento encontrar la forma en que los ordenadores puedan cambiar lo que piensan y hacen las personas», decía Fogg en una entrevista. Y esa es la misión que ha asumido el Persuasive Lab, que incluso ha inventado un nombre para su propia ciencia, como señala Bruno Patino en su excelente ensayo La civilización de la memoria de pez: la «captología».
La captología, como habrán figurado ustedes, es el arte de captar la atención del usuario, lo quiera o no. Y lo sorprendente es que estas técnicas se basan en la observación de los comportamientos adolescentes. Estos están totalmente volcados en la competición, en la comparación y en los indicadores de resultados, pero una competición sin consecuencias reales que refuerza la idea de que el mundo de las pantallas táctiles es más satisfactorio que el mundo que nos rodea.
Para desarrollar la atracción de las plataformas digitales y su capacidad para absorber la atención de los usuarios, será entonces más importante la psicología que la tecnología, una psicología centrada en la motivación, la habilidad para hacer algo correctamente y el desencadenante, el cual se centra en la comparación social y el miedo tanto a perderse algo como a verse excluido por ignorancia.
Los parámetros de rendimiento de la captología sólo se explican dentro del marco de los modelos económicos cuya facturación depende del tiempo pasado en línea, es decir, las plataformas que viven de la publicidad. En la captación del tiempo, la experiencia del usuario se ha convertido en un arma económica transformando un hábito en una adicción. En su versión más agresiva, sigue insistiendo Bruno Patino, que atenta contra el libre albedrío, el diseño de las interfaces que tiene como objetivo producir dependencia recibe el nombre de dark design, el diseño oscuro. Persigue piratear el cerebro humano y los gigantes de Internet lo utilizan de forma competitiva, de tal forma que la empresa que no consiga o no quiera piratear el cerebro humano estará dejando que lo haga la competencia.
La civilización digital se basa en los datos. El capitalismo digital se puede considerar un datacapitalismo en el que los datos personales se comparan con el petróleo de esta economía que nos viene, necesario para producir y fuente de riqueza sin igual para los que son capaces de poseerlo y de mejorarlo. Y esa mejora sólo consiste en una cosa: comprender los comportamientos humanos para poder anticiparlos y poder influir sobre ellos. Vigilancia y robo de tiempo. Parafraseando a André Breton, dice Patino, nos encontramos en la fiebre del «oro del tiempo». 
El sueño de un mundo en el que los bienes se compartirían ha acabado en la economía de la captación, en la conquista económica del tiempo. Las grandes empresas digitales han decidido orientar la creación de todas sus plataformas con el objetivo de apoderarse de nuestro tiempo y venderlo a los publicistas. Cuanto mejor nos conocen, más fácil les resulta esclavizarnos. En esta economía, como se afirmaba en el documental El dilema de las redes sociales, el producto ya no es nada material, ningún objeto concreto, ningún perfume, ningún pantalón. En este caso, el producto soy yo mismo. Mi propio yo es el campo de batalla en el que unas cuantas empresas se juegan su capital sin el más mínimo respeto. 
Ahora más que nunca podemos gritar con Unamuno: ¡mi yo, que me roban mi yo!