Queridos hijos:
Frente a un mundo en el que os vais situando y que comienza a doleros, quiero enseñaros la lección más profunda que creo que tendréis que resolver en vuestra vida. ¿Qué es la persona?, ¿quiénes sois?, ¿qué es la existencia?
Yo llegué hace mucho tiempo a la siguiente conclusión, que es lo que llevo enseñando toda mi vida: ser es amar. Ser persona es ser relación, es ser amor. ¿Por qué? Porque creo que la experiencia más primitiva y profunda que como personas tenemos no es la experiencia del yo, sino la del tú. Ser persona es, desde que se nace, una vocativa imploración al tú, una desgarrada súplica. Necesitamos que nos donen y esto lo expresamos desde que somos recién nacidos con el llanto, como el pobre que necesita del don ajeno. Desde que nacemos, necesitamos las manos de una madre y de un padre que nos acojan y nos digan quiénes somos. Somos ese nombre que nos ponen y que recibimos en el amor.
Desde el principio, entonces, somos de modo ineludible encuentro con el tú, con el otro, y para saber quién soy necesito pasar por la experiencia profunda del amor, del encuentro con el otro. Nuestra esperanza y sentido tienen su fundamento en el amor que los demás nos regalan. La persona no comienza por el famoso "pienso, luego existo" de Descartes y que ya estáis estudiando, sino por el «soy amado, luego existo», porque en el principio no fue el ego, ni el pienso, sino la acogida y la ternura.
Entrar en el mundo del amor, en el mundo del tú, es entrar en el misterio más absoluto. Es ese misterio en el que se rompe toda identidad y uno no sabe ya quién es, es ese misterio que rompe los límites del yo y ya no se sabe dónde acaba el yo y dónde empieza el tú. Es el misterio de vivir en el «entre». Miguel de Unamuno lo expresaba de manera maravillosa cuando se metía en la cama y susurrando al oído de su esposa mientras tocaba su pierna, le decía: «Concha, ¿esta pierna es tuya o es mía?».
Quien realmente ama traspasa lo que pueda ser el tú para él y se introduce de lleno en lo que es el tú en sí mismo, en su valor, de ahí que el amor no diga «yo te deseo como un bien», sino «yo deseo tu bien, yo deseo lo que es un bien para ti», «yo soy quien te debe todo porque yo soy quien te ama».
En la filosofía del «soy amado, luego existo», al principio fue la relación, no el yo absolutizado. En el principio fue la inteligencia que siente, en el principio fue la racionalidad cordial.
Dando un pasito más, una sociedad asentada en la vivencia primaria del tú es una sociedad asentada en la vivencia del «nosotros». Es en ese «nosotros» donde debemos configurarnos como personas a través de auténticos encuentros. Y un verdadero «nosotros» debe acercar a la persona a sí misma, debe transfigurarla. Otra mentira que nos hemos tragado en nuestro mundo es que nuestra libertad se asienta en sí misma, pero nuestra libertad no está asentada en el vacío, mi libertad es libertad en tanto que responsabilidad, es libertad investida por el tú, como decía Lévinas, para el que la libertad más absoluta no es el «yo», sino el «heme aquí». Y es que así es el ser humano, ese misterio por el que amando se hace más libre.
El fundamento del «nosotros» es la persona, y ningún «nosotros» es auténtico si en él se pierde cualquier tú. Nuestro mundo ha perdido el gusto de acoger, por eso ha perdido el deseo de dar. La persona ha dejado de ser un servicio dentro de un conjunto, un centro de fecundidad y de don, para convertirse en un foco de irritación.
Ser persona es vivir llamado al encuentro con ese que nos descubre lo otro que yo soy y me enseña que la primera exigencia con la que me encuentro en mi vida es la exigencia del otro. Como tan bellamente dijo Lévinas, filósofo al que admiro, «en mí existe la inquietud del perseguido», porque el otro y su llamada me acompañan donde vaya.
Ser humano, ser persona, es vivir sacudido éticamente, vivir desvivido por el otro, el cual no cesa de romper la carcasa de mi ser y me convierte en «convocado». La metáfora más usada en la filosofía que os propongo es la del rostro. Y es que el rostro del otro no puede ser reducido a mera contemplación, ante el rostro del otro se responde. En esta filosofía, las instituciones de una sociedad, las leyes y las relaciones sociales deben fundamentarse en la respuesta que el rostro del otro exige. El rostro es desprotección y, por tanto, es responsabilidad mía.
En el mundo, no habrá nunca verdad si no hay ética, no hay verdad sin el bien, no hay razón sin justicia, antes que mi yo existe en mí la llamada de la pobreza del otro y mi pobreza se convierte también en llamada para el otro yo.
No somos ingenuos, amar es descender a la trinchera, es luchar contra la mentira y el desorden, y para eso hace falta mucha, pero que mucha fortaleza. Pero este es el único camino posible para hacer de esto que llamamos mundo un hogar.