La mirada es siempre creadora de realidad. La mirada inventa y deshace, sublima y empobrece, confiere visibilidad al mundo. La mirada es libre por naturaleza, subjetiva, radicalmente personal. Ahora me he fijado en la mirada de un arquitecto sobre la obra de otro: la de Miguel Fisac (1913-2006). Una mirada diferente, más divertida que canónica, levemente provocativa, entre el relato cultista y el juego personal de insospechados paralelismos. Es la practicada por el también daimieleño, y escritor, David García-Manzanares, en su libro Fisac. Obra completa (Fundación Fisac y Colegio de Arquitectos CR, 2023).
Una suerte de paráfrasis y silogismos encadenados por los que el autor se asoma a veinte secuencias de la obra arquitectónica de Fisac, al modo nerudiano, confiesa, de veinte poemas de amor y una canción desesperada. Así, ya el título avisa con la ironía de lo incompleto, para acabar trazando una floresta de paralelismos poco o nada frecuentados en este tipo de materiales, con sugerentes guiños, inadvertidas situaciones y muy personales interrelaciones. Como reconoce, ha mirado en la «zona umbría donde suceden las cosas verdaderamente interesantes». En sus cronológicas miradas, la primera es a la madrileña Iglesia del Espíritu Santo (1942), y su comparación con la primera inicial de Tarantino, Reservoir dogs, porque cine y arquitectura son «materialidad imperativa» más que ideas abstractas, y el arquitecto tuvo que diseñar incluso lámparas y mobiliario porque, decía, «no había nada aprovechable en el mercado», así como el cineasta tuvo que rodar con muy pocos medios. Y la última, como el Modigliani bohemio que pagó en París con un dibujo, es a la exposición póstuma que le tributaron en Oporto en 2022.
Un relato poético y cinéfilo, donde puede aparecer: El espacio velazqueño en la Iglesia dominica de Alcobendas, los muros curvos que se estrechan, «trozo de aire humanizado». La cita goyesca al hablar del incomprendido Mercado de abastos daimieleño. Su propio laboratorio, a modo del nobel Barry Marshall, en la Casa Cerro del Aire, donde vivió y murió. La modernísima Iglesia de la Coronación de Vitoria, donde el suelo se inclina en ascenso hacia el altar, como en El apartamento, de Billy Wilder, la enorme oficina de Jack Lemmon tiene la perspectiva trucada para acentuar lo escenográfico, dos obras maestras. Hijas de la desolación y el vacío por la pérdida de sus hijos pequeños, son dos piezas como la Iglesia de Santa Ana de Moratalaz y Mortal y rosa, el mejor libro de Umbral. La destruida Pagoda de Laboratorios Jorba, que muere junto a la autovía como lágrimas bajo la lluvia en el pasaje del replicante de Blade Runner. O el pabellón de la Alhóndiga de Getafe (las famosas vigas-hueso se suman aquí a sus personales encofrados flexibles), cuya obra entrega Fisac poco antes de morir, como Kubrick al realizar su última película, donde «la urgencia fuera el óxido que todo lo tiñe». Acaso la misma urgencia de la Casa de Cultura de la capital —cierra el libro— que ¿algún día veremos recuperada?