José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Centrifugados

05/12/2023

El hombre, solitario, de gafas y pelo cano estaba acabando el libro de tapa negra frente al giro incesante y melancólico de las máquinas automáticas de lavado. Sería novela o ensayo aquel texto macizo, leído con el mismo ensimismamiento con que los ojos transparentes giraban frente a él como remolinos, huracanes de ropa enjabonada primero y entregada a la secadora después. Hipnotizados por el girar continuo del lavado, como un huracán de tejidos y colores saneados, purgatorio de maculaturas y suciedades cotidianas, esos orificios miran a los seres solitarios, que saldrán siendo otros, como aliviados de suciedad.
Películas americanas con tipos extraños. Máquinas amarillas como los taxis de Manhattan. Locales de neón que habrán de oler a suavizantes baratos. Encristalados cubos de cristal como faros luminosos en calles infinitas. Artefactos que giran al ritmo de las monedas como tragaperras que no premian con el oro de las monedas, sino con tus prendas listas para el sudor de los metros atestados que cruzan por debajo del río Hudson, para el incesante tráfago urbano. Es la iconografía, algo inhóspita, que nos ha legado el cine y nada se parece a estos asépticos espacios de neón que llegaron a nuestras ciudades de provincia.
Imposible escapar de esa burbuja que gira sin cesar y te arrastra en su tremolina. Al punto de preguntarme si sería uno capaz de leer enfrente, mientras aliños indumentarios y juegos de cama se entregan a una ruleta de agua y detergentes, y el ojo del lavado adquiere inexorablemente la metamorfosis esférica de un planeta nunca explorado, o incluso de la espiral del Vértigo hitchcockniano sobre el peinado de la bella Kim Novak regresada de entre los muertos. Y de preguntarme también por qué, en la siguiente secuencia, en la mitad de la tarde oscura, estoy sentado, solitario también, en un café extrañamente vacío, cuando abro al azar otro libro, El último tercio del siglo (1968-1998). Antología consultada de la poesía española (Visor), y leo, página 251, un poema de Miguel D'Ors donde acusa a su corazón de no girar enloquecido y aventurero —¿cómo el ojo centrifugador de la lavadora?— en una espiral de navegaciones y grandes soledades heladas, de no hundirse «en ciénagas verdes con fiebres y mosquitos», mientras se reprocha a sí mismo, en esos versos, «tú aquí, traidor, en un escalafón y un horario».
Girar y girar. Centri(fugarse). Yo: de esos versos inesperados, a la mirada oscura sobre el círculo blanco de la taza que hago girar con la cucharilla que disuelve el azúcar. El hombre del lavado: de su lectura en prosa, al círculo metálico por el que asoma, reflejándolo, un movimiento de rotación continúa, el girar del tiempo que no cesa y nos va alcanzando lenta, inexorablemente. 
  

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