Queridos hijos:
El mundo en el que vivís es muy curioso. Es el mundo que mayor importancia ha dado a la felicidad individual, pero, paradójicamente, es la sociedad que más insatisfechos e infelices ha sido capaz de producir.
Mirad, a partir del siglo XVIII, gracias a la ciencia y a la técnica, se tuvo una visión extraordinariamente positiva y optimista del progreso humano. El valle de lágrimas del que hablara el cristianismo sería superado, el ser humano podría dominar su futuro como jamás lo había hecho, su bienestar, su salud, su educación, etc. Los filósofos ilustrados canalizaron todo este sentimiento dando forma a ese paraíso que el hombre sería capaz de realizar no en un más allá, sino aquí en el mundo real.
El hombre, por sí mismo, alcanzaría la felicidad, de ahí la importancia de la educación y la política. La sociedad, por sí misma, sería capaz de eliminar todo el sufrimiento. Y esto se consolidó a lo largo del siglo XIX y principios del XX. Pero todo saltó por los aires tras las dos guerras mundiales. Todo el proyecto ilustrado había acabado en puro fracaso, todo el optimismo ilustrado acabó en las cámaras de gas de Auschwitz. Europa quedó arrasada no sólo físicamente, también moralmente.
¿Dónde encontró la luz Europa? En lo material y en la economía. El giro es más grave de lo que parece, porque ni el progreso ni la educación servían ya para garantizar el establecimiento de ese paraíso que sería nuestro planeta. Ahora, tras todo ese vacío, sólo se ofreció la frivolidad de una felicidad basada en el puro materialismo y el consumismo.
En los años sesenta, según un pensador francés al que admiro, Pascal Bruckner, se produjeron dos fenómenos importantes: la generalización del consumismo, gracias al crédito, y el individualismo; ambos terminaron transformando el presunto 'derecho a la felicidad' del que hablaba la Ilustración en un 'deber de ser felices', que será el lema de la sociedad de masas.
El consumismo, por un aparte, fue ideado como el medio que aseguraría la satisfacción de todo tipo de necesidad. En este momento entra en juego el crédito, el préstamo, convertido ahora en instrumento fundamental que podría satisfacer los deseos de cualquier persona. El crédito facilitó de tal manera el acceso a todo lo material, que «consiguió hacer de la frustración algo insoportable», como gusta decir a Bruckner. Ya no era necesario ahorrar durante años, todo estaba al alcance de la mano. Junto a esto, en segundo lugar, el individualismo en el que hemos acabado cayendo en nuestra sociedad, ha causado un tejido industrial como jamás ha habido en torno a la supuesta realización humana, desde cirugías estéticas hasta píldoras dietéticas, pasando por todo tipo de terapias que buscan una reconciliación de cada persona consigo misma y el desarrollo de nuestro auténtico potencial.
En un mundo así, cualquier atisbo de infelicidad se convierte en una especie de enfermedad. Es obligatorio ser feliz, algo que ha acabado convirtiéndose en un lema peor y que me gusta decir a mí: «Es obligatorio parecer feliz». Así, tan fácil. Todo está en tu propia voluntad. La felicidad está en tus manos, se trata de una decisión personal. Si no eres feliz es porque no quieres.
Todo es felicidad: el móvil, los viajes, las mallas para correr y sin las que no serás un auténtico deportista, el coche, las gafas, el ordenador… tu felicidad depende de ello, y lo tienes al alcance de la mano. Si no eres feliz es porque no quieres. La felicidad también se muestra en la salud, por eso la obsesión de nuestra sociedad por esta cuestión. Y a más necesidad de felicidad, más manipulación y obsesión, porque nunca se es lo suficientemente delgado, ni musculoso, nunca se está lo suficientemente en forma, nunca se es lo suficientemente fuerte. Y es que «la salud tiene sus mártires».
No sé si la felicidad existe. A mi edad empiezo a intuir que la vida consiste en otra cosa que está más allá de la felicidad, empezando por que nuestra finitud nos sitúa ante la existencia de una manera muy distinta a lo que nos quieren hacer creer los manuales de autoayuda que nos hemos impuesto para obligarnos a ser felices. Pero independientemente de esto, lo que deberíamos tener claro es que no se puede seguir creyendo que esto de la felicidad, como dice Bruckner, es como encargar comida en un restaurante.