Aurora Gómez Campos

Aurora Gómez Campos


Viento de guerra

27/02/2025

Quién es culpable, quién responderá por ello...Hay que reflexionar, no hay que darse prisa en contestar, escribió el escritor y periodista ruso Vasili Grossman en su libro Todo fluye (1970). Es una pregunta inevitable, ¿quién explicará el dolor de una guerra? Y hay que tomar aire para contestarla sin pasión.
Unos soldados huyen de un tanque de combate furibundo e implacable. La respiración agitada de todos ellos queda en el aire de su ciudad. Los vecinos que han tenido que pensar por primera vez cuáles son las cosas realmente imprescindibles, se marchan de su ciudad con la mochila ligera y el alma de mármol. Su aliento y su desaliento queda en el aire del camino. Dejan recuerdos de vidas tranquilas y afrontan tener que recordar el horror visto y el que está por ver. Columnas de gente desposeída respira intentando entender la verdadera extensión de la palabra 'mío'. 
Hay gente que no se va de su país en guerra y permanece unida a la tierra como si la fuerza de la gravedad hubiera convertido sus hogares en agujeros negros que les absorbe la audacia. Y respiran el aire en el que ha quedado el sofoco de soldados corriendo; respiran también el desaliento de la carne del éxodo y entonces empieza a nacer esa respiración lenta del odio expelido a largo plazo. Así es como queda en el aire la ira contenida.
Los vientos abandonan su rosa y atraviesan regiones lejanas llevando consigo la esencia del odio. En las ciudades tranquilas llueve y hay vientos racheados que esparcen silenciosamente esporas de ira que respiran las gentes ajenas a guerras, deportaciones y genocidios. Entonces, el desprecio comienza a calar los huesos del tejido social y el gesto de todos es un poco más serio que antes. La sonrisa no se termina de dibujar y la amabilidad es más ortopédica.
Con el tiempo, la ira, como lluvia radiactiva, se ha filtrado por los muros de los edificios; la ira fina se aposenta invisible como los ácaros en los tejidos y todos respiramos un inexplicable enfado que aprieta el pecho. Entonces, se normalizan las frases agresivas, la maledicencia y la infamia. Y todos los pueblos donde cayó aquella lluvia de ira continúan respirando y expeliendo el primer odio y el primer deseo de venganza. Se extienden las malas intenciones y se confunden con un signo de vida inteligente; la maldad se adueña de los pensamientos que, con ser malos, se entienden a sí mismos más pensados. 
Todo nació en el preciso instante en que una persona tomó aire y, reteniéndolo, hizo el primer disparo para después expirar el odio recién nacido. En el aire quedó el último aliento de esa primera baja. Todos respiramos el aire de las malas palabras, el aire de los gritos de terror, el aire del llanto. Y, todos, sin querer, quedamos impregnados de guerra, aunque los campos de batalla estén muy muy lejos.

ARCHIVADO EN: Guerra