Juan Villegas

Eudaimonía

Juan Villegas


El valor de la política

22/03/2024

Creo que gran parte de la ciudadanía tenemos la sensación de que la vida política de nuestro país está llegando a unos niveles de degradación que empiezan a ser difícilmente soportable. Cada sesión parlamentaria, en el Congreso o en el Senado, cada declaración de nuestros representantes políticos o comparecencia ante los medios o en tertulias parecen haberse convertido en un lodazal, en un estercolero en el que chapotean sin el más mínimo sentido del ridículo y, peor aún , de la responsabilidad. Asistimos a diario en el foro político a un espectáculo deplorable donde sus protagonistas, pasados de sobreactuación hasta lo grotesco, ya no solo se han perdido el respeto entre ellos mismos, sino que lo han perdido también a los ciudadanos y esto ya debería ser intolerable e inadmisible. Con gran preocupación se viene observando que esta degradación de la actividad política es generalizada y a poco que nos asomemos también al panorama internacional no nos va a costar mucho encontrarla. Irracionalidad, fanatismo, polarización, incongruencia, corrupción, mentira, insensatez, imprudencia, desconfianza, estridencia, división, odio, las consecuencias lógicas de haber vaciado de ética la política. El problema de este fango y del lodazal en el que se ha convertido la política es que estamos corriendo el riesgo de su desaparición y de que al olor de su descomposición, en su languidecer, aparezcan sobre el horizonte «los Putin» del momento.
 Recientemente se ha publicado una entrevista de Philipp Felsch con el alemán Jürgen Habermas en la que el ya anciano filósofo le reconoce con nostalgia y cierto sentido fatalista que todo a lo que había dedicado su vida se está perdiendo paso a paso. Habermas que ha mantenido desde los inicios de su actividad intelectual un optimismo heredado de la Ilustración y que nunca ha dejado de entender la política como ámbito común donde se desarrolla la comunicación racional entre ciudadanos, ve ahora como este proyecto se va deshilachando poco a poco. Con pena asiste cómo cada vez se hace más complicado poder llegar a acuerdos democráticos sobre cuestiones que afectan al bien común desde la moderación que conlleva siempre la razón. Durante todo su vida ha pensado que la política debe basarse en el diálogo público, la deliberación y la participación ciudadana con el fin de promover una sociedad más democrática y justa y ahora le toca comprobar como esto se va desvaneciendo poco a poco. Desde siempre este filósofo como otros tantos ha defendido la existencia de valores universales sobre los que construir un cosmopolitismo encaminado a la paz y la igualdad entre individuos y pueblos, y le toca ver ahora sociedades ultranacionalistas y extremadamente individualistas. 
Posiblemente, seamos la generación que asistamos al derrumbe de un proyecto civilizador que se construyó entre otras muchas virtudes, la de posibilitar la política. Hay política cuando existe el sentido y la voluntad de lo común. En el momento en que del horizonte de los individuos desaparece el interés por lo público entonces no queda más que un bochornoso espectáculo, un puro teatro que enmascara ya ni tan siquiera el interés partidista sino solo y exclusivamente el interés personal. No podemos alarmarnos ahora por algo que es la consecuencia de una cultura que ha puesto por encima de todo el interés privado. A las puertas de la Semana Santa, en un viernes de Dolores como hoy, se me ocurre pensar que quizás en sus celebraciones se pueda encontrarla exaltación y celebración de la entrega de la propia vida por los demás, algo a lo que ya tal vez se le dé desgraciadamente poco valor. Por el contrario, se ha absolutizado el bien individual, nuestro propio disfrute y felicidad. Se es incapaz de mirar más allá de nuestro ombligo, de hacer nada por nadie si de ello no vamos a sacar ningún provecho. Se cree que de poco sirve una vida dedicada a los demás, entregada a su servicio desinteresado. Se ha perdido el sentido de la gratuidad. Vivir en común significa ceder, ponerse en lugar del otro, intentar comprenderlo, desvivirse por él si es el caso, sacrificarse en algunos momentos, aceptar la renuncia. La renuncia a lo propio, a la absoluta libertad y al goce de sus derechos. Ese occidente del que Habermas se despide en buena medida se ha levantado sobre valores como la solidaridad, la renuncia al solo propio interés, el servicio a los demás sin esperar nada más a cambio que el beneficio de todos, el sacrificio por el otro, valores que nos transportaron desde la ley de la selva a la ciudad pacífica que contribuía al florecimiento de todos los seres humanos por igual. Todos los esfuerzos que hagamos son pocos para rescatar la política, para sacarla de su degeneración y devolverle los valores que la hicieron posible.