José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Fotos en el snack-bar

24/10/2023

Por sus aires flotarán todavía los fantasmas de Laurel y Hardy, de los Hermanos Marx, no nos perdíamos una. Volarán aún los ecos muy lejanos de los aplausos cuando las cargas de la 7ª de Caballería, qué patadas en las gradas de madera del gallinero, en las alturas del cine Olimpia. El que teníamos más cercano, esquina Comandante López Guerrero, hoy Libertad, y Conde de la Cañada. Lo recuerdo destartalado y gris, austeridad sin glamur ni grandes cartelones pintados, algo así como un local de barrio. Paco Badía ha contado que antes fue teatro y luego demolido en 1977, como al final todos los cinematógrafos.
Habrán pensado en esa trompetería cinéfila, seguro, los artífices de este snack-bar nombrado Rufino (Libertad, 10), un año abierto, donde vuelvo una vez más a las fotos de Manolo Ruiz Toribio y recorro sorprendido su decoración, mientras hilvano en la mente las líneas de este martes, junto a unas antiguas mesas de formica ensambladas que fueron de alguna cocina. Porque ellos se funden, por formación y oficio, con la iconicidad y los misterios de la imagen, con guiños generacionales y cinéfilos. No sé si habito en una de las primeras películas de Almodóvar o en la American Graffiti de George Lucas, encaramado al ambigú de un local caribeño de los 50 o amparado en la intimidad de unos sillones sesenteros bajo una lámpara viajera en el tiempo. «Queríamos hacer un local diferente, que no hubiera igual en Ciudad Real», me dice Rosa García Andújar, muy reconocida diseñadora de vestuario de teatro y ópera en España, que rompe aquí en nueva faceta de interiorista, firmando un bar que viene de un pasado reciclado, incluso con afiches originales de Renau en el excusado, descontextualizando formas hasta desembocar en este 'kitsch inteligente'. Porque el arte es saber mover las cosas de lugar y de temporalidad.
Como hace MRT con su forma de mirar —y de comunicar— fotográficamente a la ciudad, en esta exposición tan diferente como el local. Porque no cuelga de las paredes empapeladas y con friso de aluminio, sino que sus copias químicas en papel, formato 20x30, se ofrecen al público en cajas, como los antiguos vinilos o las colecciones del Rastro. Porque sus fotos claroscuras consiguen mover la realidad hasta hacerla ficción. Aunque nada complaciente ni publicitaria, su mirada no carece de un compasivo asombro, para acabar tomando una dimensión espectral y crítica, perturbadora y casi fantasmática en sus sombras y personajes, en las últimas luces del día, en abstracciones objetuales a lo Morandi, en subvertir lo temporal como el espacio reelaborado alrededor. 
Aunque MRT la ha titulado Urbo. Historias de una ciudad esta colección, con fotos desde 2005 hasta hoy, no son historias ni narraciones al uso, son aguijones de calado hondo hacia algunas de las interrogantes eternas de una ciudad tan irreconocible como irremisible. Y con rincones tal que este snack-bar donde acampar.