Thomas Hobbes, uno de los padres de la teoría contractualista del Estado y famoso por una de esas sentencias que han logrado quedarse grabadas en la memoria cultural colectiva, «homo homini lupus» (el hombre es un lobo para el hombre), en su más conocido libro, Leviatán (obra en la que aborda la naturaleza humana y la sociedad desde una perspectiva política), dedica el capítulo VI a las pasiones del ser humano y al lenguaje mediante el que son expresadas. Afirma, al final de este capítulo, que las palabras no son signos ciertos de que esas pasiones estén dándose de hecho, pues dichos lenguajes pueden usarse de una manera arbitraria, sin que sepamos con certeza si, quien los usa, tiene o no tiene las pasiones correspondientes. Podemos mentir al decir o expresar mediante palabras que estamos contentos o tristes. Y continúa diciendo que la mejor señal de que las pasiones están de hecho presentes se encuentra en el semblante de las personas, en los movimientos de su cuerpo, en sus acciones y en los fines o propósitos que, por otros medios, sabemos que tiene el hombre. De ahí que Hobbes considere que, en política, una de las expresiones privilegiadas que trasluce plenamente una de estas pasiones humanas, como es el sentimiento de gloria repentina, sea la risa. La gloria repentina, afirma Hobbes, la vanagloria, es fruto de la autocomplacencia y muy común en quienes son conscientes de poseer muy pocas facultades y que se ven forzados a mantener su propia autoestima fijándose en las imperfecciones de otros hombres, y, frente a mentes insignes cuya característica principal es ayudar a otros a librarse del ridículo, en aquellos la risa se convierte en arma y ofensa.
Anteayer se inauguró oficial y solemnemente la nueva legislatura, una legislatura que llega tras ser investido como presidente del Gobierno Pedro Sánchez, en un debate del que se recordarán siempre las carcajadas y risotadas que desde la tribuna de oradores el aspirante, crecido y al calor del grupo que lo vitoreaba, dirigió, insólitamente, contra el jefe de la oposición. Creo que estas carcajadas no son algo anecdótico, una peripecia insignificante más de la vida parlamentaria, sino que son el signo, expresión clarificadora de una realidad de fondo verdaderamente importante. Núñez Feijóo fue entrevistado por Susana Griso unos días después de este debate, y la presentadora le preguntó por lo que le habían parecido estas carcajadas del hoy ya presidente del Gobierno. El político gallego, alejándose del tópico de la manera gallega de responder, contestó diciendo que «sería bueno que traiga usted a un especialista y le diga si este tipo de carcajada es normal o hay algún inicio, desde un punto de vista patológico, que no es menor». Creo, en contra de la opinión de Feijóo, que aunque las insultantes carcajadas de Sánchez nos pudieran recordar a las del Joker, interpretado por un insuperable Joaquin Phoenix, o a las de Robert De Niro, en el papel del tarado Max Cady en El cabo del miedo, en aquella escena gloriosa en la con un puro en la mano se ríe insolentemente a carcajadas en la sala de un cine, o incluso a la risa malvada de Cruella de Vil en 101 dálmatas, las de Sánchez, aunque nos recuerden a estas otras risas, no son las carcajadas patológicas como cualquiera de estas, ni son las risas de un psicópata, como algunos han insinuado. Las carcajadas de Sánchez en el Congreso de los Diputados no fueron las de una persona enferma, como parece que sugería Feijóo en la entrevista de Susana Griso. Esas carcajadas, y esto es aún más grave, son las de una política enferma y trastornada.
Por eso, el resonar de las carcajadas de Sánchez en medio del parlamento durante el debate de investidura fueron la expresión y el signo de una política desde las tripas, que ofende, política de la discordia, política de la que levanta muros, divide y confronta, y que a los ciudadanos nos debería asustar más que las de aquellos psicópatas.