Desde hace unos años, en las elecciones nacionales de varios de los países de Europa, así como en América, o si acercamos la lupa a las elecciones en España y sobre todo a las regionales, podemos comprobar que hay una tendencia predominante a que el nacionalismo o el regionalismo se vayan imponiendo según los casos. Hay países en los que van ganando representación y gobiernos partidos de claro signo nacionalista, el American First, Italia, Suecia, el Brexit, etc. o en España, el elenco de partidos nacional-regionalistas de signo de izquierda o de derecha. Y esto no deja de ser paradójico, que tras haber alcanzado grandes cuotas de cohesión continental tras el empuje histórico de la formación de la Unión europea. El avance en la construcción de la unión económica y política ha sido enorme, sin embargo, la identidad como europeos no deja de ser algo ajeno o lejano a la mayoría de la ciudadanía, pues realmente, la pretendida construcción de la identidad europea puede ser una identidad superpuesta a la identidad sociocultural de los países miembros. Aun así, si la unidad económica y política sí han ido fraguando, las otras dos caras de la unión están aún en pañales.
Por otro lado, vivimos en la época de la globalización, donde todo trasciende del ámbito local al mundial, de manera instantánea, pues las tecnologías de la información y la comunicación han relanzado la universalización de toda realidad local: vivimos en una aldea global, en términos del sociólogo canadiense McLuhan. Y he aquí la paradoja, en un mundo globalizado donde se tiende a superar fronteras territoriales, culturales, económicas, lingüísticas, etc. el nacionalismo aparece con fuerza, y he aquí el objeto del análisis del presente artículo.
¿Es el nacionalismo una fuerza de resistencia frente a los movimientos supranacionales sin más? o ¿una reacción ante la amenaza que supone la despersonalización de los movimientos globalizadores? o en otros casos, cuando el nacionalismo deriva en independentismo, ¿es un afán por hacerse notar a modo de la rebeldía del adolescente que amenaza con irse de casa? o ¿es una especie de burbuja con mezcla de intereses económicos, políticos y de protagonismo, que en determinados momentos se desinfla? Quizá haya de todo un poco; hay ingredientes nacionalistas e independentistas que en muchos casos no van unidos, pero predomina el nacionalismo como bandera de las identidades locales, regionales o nacionales. Da la impresión que cuando nos quieren sustraer de lo nuestro, de nuestra vecindad local para convivir en clave universal nos resistimos.
Llevada esta situación al plano de las ideas, observamos en la misma línea un traslado del ámbito de lo universal, de los grandes metarrelatos y cosmovisiones explicativas de la realidad a visiones muy atomizadas, singulares, individuales, partidistas y en otros casos extremas, pues cada vez se hace más frecuente la irracionalidad, el absurdo como forma de vida, el emotivismo, la ideología parcial y/o sectaria de la realidad. Llegamos hasta al externo de que se está convirtiendo en tendencia que el ser humano prescinda de la razón para vivir, convirtiéndose en un producto más de las modas, de las tecnologías, pero carente de fundamento. Quizá uno de los sustantivos que más identifica el momento presente es el desconcierto, cuyos sinónimos más destacados según la R.A.E. son perplejidad, desorientación, aturdimiento, turbación, desasosiego, confusionismo y tupición.
La razón ha sido fuente de ideas claras y distintas al o largo de la historia, de sentido, de valores, de realidad, de lógica, de libertad, sin embargo, el desconcierto vivido en muchas personas es por falta de razón, de sinsentido, de vivir tupidamente en la enmaraña de mensajes sin saber descifrar las claves raciovitales de nuestro tiempo. Una manera de reaccionar puede ser el refugio en la identidad de lo local o regional, de la proximidad del vecindario y de los signos de identidad. Los grupos se hacen fuertes entorno a su lengua, sus costumbres, sus banderas, sus manifestaciones y proclamas y, en sus pequeños partidos políticos, haciéndose fuertes desde la confrontación con lo diverso para afirmar la propio. La autoafirmación es exclusiva y excluyente. Se habla mucho de diversidad, pero se quiere ser exclusivo por la vía de la exclusión de lo opuesto.
Frente a una menguada realidad de trinchera, hace falta recuperar lo perdido: si lo común y universal ha sido posible es porque se ha construido consenso desde la razón común y compartida; ha habido diálogo, encuentro y desencuentro, pero desde el horizonte del tú a tú. Si se dialoga es porque hay razones, basadas en argumentos, y para eso, hace falta pensar, razonar y hacerlo desde el encuentro con el otro. Para que haya diálogo hacen falta un yo y un tú. Volvamos a la senda de la razón perdida y, de la razón dialógica. No sucumbamos generacionalmente al irracionalismo del absurdo y la identidad de trinchera. Lo común sigue siendo un reto a construir.