Es cierto que si hablamos de una película, en este caso de un documental, lo justo es juzgarla por su discurso audiovisual, por su pregnancia, su potencia estética y su puesta en escena narrativa. Y en eso Albert Serra ha creado una obra rotunda en Tardes de soledad. La composición de los planos resalta continuamente la soledad del torero ante el toro, y la propia del animal ante el matador.
Desde ese planteamiento visual, Serra no se conforma con simplemente narrar, sino que aprovecha el lenguaje cinematográfico para transformar el documental en una experiencia sensorial. La muerte del toro se convierte en un auténtico relato visual, duro y poético a la vez. Y la casi muerte del torero también. Es magistral cómo la cámara se detiene en los detalles: la respiración agitada del animal, los músculos tensos del diestro, la expresión fija de miedo y desafío. El espectador asiste con sobrecogimiento a un ritual lleno de verdad y de intangibles que resulta fascinante, narrado no solamente desde la imagen, sino desde una mezcla de sonido excepcional.
Precisamente en la mezcla sonora reside uno de los mayores puntales del documental. El tratamiento acústico es tan impecable que convierte cada suspiro, cada pisada y cada aplauso en elementos dramáticos perfectamente sincronizados con la imagen. Las respiraciones, humanas y animales, se entrelazan sutilmente, elevando la tensión y amplificando la soledad del duelo a muerte o vida. Resulta reseñable la maestría de Serra respetando los silencios para subrayar el dramatismo de la plaza vacía, donde los ecos y los murmullos construyen diferentes atmósferas cargadas de emoción contenida.
Hay un plano brillante en el que la brisa del Guadalquivir entra en la Maestranza, levanta los papelillos y mueve ligeramente el capote del peruano, acariciando la arena, con un murmullo de fondo. Ese viento leve y efímero dota al instante de una belleza casi trágica. Con gran inteligencia narrativa, Serra consigue transformar un gesto cotidiano, como la brisa que atraviesa el ruedo en una tarde primavera, en una metáfora profunda sobre la fragilidad de la vida y la fugacidad de la gloria. Los planos en el ruedo siempre están cerrados: toro y torero, animal y humano, muerte o vida, dolor y gloria.
Otro momento fascinante es el arrastre del toro en todas y cada una de las corridas. En una es captado en un plano fijo prolongado y ciertamente valiente en su composición, acompañado exclusivamente por el sonido ambiente. Aquí el director opta por no interferir, permitiendo que la realidad hable por sí sola: el arrastre mecánico, el roce pesado contra la arena, el tintineo de las mulillas, el rumor del tendido. Es en esta sencillez aparente donde se percibe toda la fuerza impresionista del documental, porque si algo hay en este largometraje de casi dos horas es impresionismo.
Albert Serra consigue en Tardes de soledad un discurso audiovisual sobresaliente, que recoge con sobriedad y precisión estética la dureza y la emoción del toreo y, sobre todo, aprovecha la fotogenia indudable de la tauromaquia para armar una bellísima narración integrada por poemas visuales en un ruedo y por una banda sonora que nace de la verdad inabarcable del toreo. Podría haber recitado Federico a Sánchez Mejías en alguna escena y no hubiera pasado nada.