La indiscutible calidad audiovisual de Tardes de soledad choca frontalmente con lo extraña que resulta para el aficionado taurino. Es cierto que Albert Serra retrata perfectamente la soledad existencial del torero. Y en este caso quizás hasta su neurosis. Pero acercarse tanto a Roca Rey y a su mundo íntimo termina revelando lo que muchos taurinos sospechaban: no tiene amigos, sino palmeros. En esos diálogos histriónicos con su cuadrilla y con su ya exapoderado, todo son frases hechas, adulaciones, palmaditas complacientes. "Qué verdad", "olé tus huevos", "eres el número uno", "no hay otro como tú". Halagos vacíos que el torero ni siquiera se digna contestar la mayor parte de las veces. La película deja claro que la cuestionada cima taurina en la que se encuentra es también el lugar más solitario para el peruano.
El mayor acierto del documental, en clave taurina, está en su plano final, ese en el que Roca Rey camina completamente solo por el ruedo venteño. Ahí está todo: la gloria, la dureza, el silencio, la distancia insalvable entre el ídolo y la multitud, en parte hostil, en parte idólatra, que lo mira y lo juzga desde el tendido. Ahí está el cilicio que parece llevar Roca Rey puesto en su alma en medio de esa suerte de neurosis que exhibe. Y es que, si había un torero idóneo para este discurso audiovisual, tenía que ser precisamente el peruano, un hombre hermético, que apenas habla, que rara vez mira directamente a los ojos de nadie, y cuya expresión mezcla constantemente indiferencia y cierto desdén. A veces incluso llega a parecer ido, ausente, quizás atrapado en una espiral de ego y megalomanía.
Serra acierta al mostrar que esa impavidez frente a la muerte, esos arrimones ilógicos que tanto éxito le dan en la mayoría de las plazas, vienen posiblemente de la creencia profunda del torero en su propia divinidad. Tiene a Dios, tiene a la Virgen de la Estrella en su mesita de noche vestida de mantilla, porque viaja siempre con ese portarretratos, y parece convencido de que nunca le pasará nada grave. Quizás por eso nadie se atreve a decirle que aquella tarde en Madrid, de negro y oro, dejó ir uno de los toros de su vida, desperdiciado sin pegarle un pase decente, y sin embargo sí que le dicen: "Has callado al siete".
Pero, precisamente desde el punto de vista taurino, la técnica cinematográfica de Serra tiene un gran inconveniente: al abusar del plano cerrado, se termina viendo claramente la colocación -o mejor dicho, la absoluta falta de ella- de Roca Rey. El director descubre involuntariamente su toreo al bulto, los enganchones, el pico, el arrimón efectista, todo sin un atisbo de pureza, ni de técnica verdadera. En casi dos horas de documental no hay ni un solo muletazo que pueda ser destacado por su calidad, profundidad u hondura. Tampoco hay torería en sus desplantes, que suelen ser bruscos, arrogantes y fríos, lejos del garbo inherente a su profesión.
Sin embargo, no se puede negar que hay verdad, pero como la hay en todas las plazas, pues la auténtica certeza taurina es más sencilla y dramática: hay un toro que muere y que mata, y un torero que mata y que muere. En el ruedo filmado por Serra, más que el arte, queda la desnudez de un hombre solo, perdido en la búsqueda de la gloria y encerrado en una imagen arrogante para el mundo, de sentirse elegido, que le acaba superando, totalmente poseído por la melancolía de Ozymandias.
Para el aficionado taurino, Tardes de soledad es un documental con dos caras. Deja la inquietud de haber visto la realidad de un torero que arrastra multitudes como hacía décadas que no pasaba, pero que no sabe o no quiere escuchar, y que quizás confunde la admiración con la amistad, y que otrora poderoso en su muleta, ahora sólo sirve platos combinados. La obra de Serra deja en el aire la dicotomía más vivida en la tauromaquia por siglos entre la fama y la grandeza.