José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Quijote, rutas

10/09/2024

Si hay una ruta literaria por definición es la del Quijote. Imaginaria por naturaleza, encierra toda la verdad de la ficción, y más de cuatro siglos después vuela como un caballo Clavileño víctima de encantamiento. Ficticia la ruta, ficticia La Mancha y ficticios —ya lo dijo Borges— podemos ser también los lectores de la obra; el cineasta Scorsese decía que estuvo años en contra de leerlo para no contaminarse del cliché.
¿Somos los manchegos comparsas de ese cliché, figurantes de un tópico universalizado, víctimas de una autoindulgencia por vía azoriniana intravenosa? Porque Azorín estableció el canon en 1905 cuando El Imparcial le encarga una serie de artículos con motivo del III centenario, que luego agrupa en ese libro delicioso de leer —y nada complaciente, por cierto—, titulado La Ruta de Don Quijote. Obvió la parte zaragozana y barcelonesa, para centrarse en la región que daba nombre a la inmortal novela. El alicantino inventó un viaje literario que nos ha condicionado hasta hoy, amén de haber producido polémicas y hasta sesudos estudios geomatemáticos sobre distancias y tiempos a lomos de Rocinante en el siglo XVII. Además de convertir a Cervantes en el primer tour operator de la historia.
El libro colectivo Espejos entre ficciones. El cine y el Quijote me ha hecho descubrir la pequeña joya de un cortometraje de 1934, plena II República, del catalán Ramón Biadiú, con el mismo título de Azorín, al que Santos Zunzunegui dedica un breve estudio en dicho volumen. Es un corto de 18 minutos de un autor cuyo trabajo más notable fue como montador de una extraordinaria película, casi maldita, de 1948, Vida en sombras, de Llobet Gracia. Este corto, casi cine mudo, imágenes reales de entonces, cortadas por textos literales del Quijote, pasa casi desapercibido en el dvd del Quijote de Rafael Gil (1948), también de Cifesa, junto a otros dos documentales de poco interés. El corto ofrece el paisaje y las gentes que no están en el libro, transmuta la pura y genial fantasía cervantina en la continuidad del pueblo llano en una llanura que se funde con el cielo: tinajeros del Toboso, aguadores y gañanes, un enorme mar de Ruidera bordeado de carros y tartanas con las primeras mujeres bañistas, planos inéditos que toman el libro como pretexto para otra realidad; única concesión a la mente de Quijano son unos leves fundidos entre una venta y el castillo de Belmonte. (El corto fue elegido por Buñuel entre los documentos a exhibir en el pabellón español de la Exposición Universal de París de 1937.)
Porque cuanto más real se nos va pareciendo el hidalgo más irreal es La Mancha. Una evolución inversa que nos disuelve como escenario de propiedad exclusiva. Ya nuestro tomellosero García Pavón en ese magnífico texto/discurso de 1954, La Mancha que vio Cervantes, escribió que aquella fue una Mancha «soñada o entrevista», elegida por ser ni épica ni heroica, de la que don Miguel llevó «a sus papeles la metafísica, no los pormenores». Acaso algunos de los que acertó a filmar Bildiú.