Para quienes siempre desdeñábamos, ignorantes, el interés científico museológico del calamar y lo valorábamos exclusivamente en su vertiente culinaria, a la plancha o en la paella, más bien pequeñito y en versión chipirón, la irrupción en el panorama nacional del conocimiento, concienciación y asimilación de la existencia de un Museo del Calamar Gigante y Centro de Interpretación del Calamar Gigante de Luarca, Asturias, nos introdujo en una profunda reflexión de lucha interna entre la particular y tradicional conceptuación museística que siempre hemos tenido y la actual definición oficial de museo como «mecanismo cultural dinámico, evolutivo y permanentemente al servicio de la sociedad urbana y a su desarrollo, abierto al público en forma permanente que coordina, adquiere, conserva, investiga, da a conocer y presenta, con fines de estudio, educación, reconciliación de las comunidades y esparcimiento, el patrimonio material e inmaterial, mueble e inmueble de diversos grupos y su entorno».
Si nos ceñimos exclusivamente a esta definición, el calamar de Luarca nos acerca así a comprender y encuadrar mejor la existencia de museos tan peculiares como el de criaturas monstruosas, de Japón, con rarísimos y escalofriantes especímenes difícil de clasificar; o el museo de los extraterrestres, en Miami, que se ofrece como homenaje a los seres que podrían compartir con nosotros el Universo. También el museo de los penes, en Islandia, que reúne más de doscientos ejemplares de distintos mamíferos (ninguno humano); el museo del sexo, en Holanda, donde el visitante puede encontrar e interactuar con gran variedad de imágenes eróticas, cuadros, objetos, grabaciones y fotografías. El museo de los instrumentos de tortura, en Praga, usados a lo largo de la historia con el propósito de causar las muertes más lentas y dolorosas posibles; el museo de la brujería y el vudú, en Nueva Orleans; el museo del demonio, en Lituania; el museo de la basura, en Boston; el museo de los parásitos, en Tokio, que exhibe cerca de trescientos especímenes; el museo del crimen, en Londres; el museo del calcetín, en Tokio, con más de veinte mil ejemplares, donde se puede observar el calcetín más grande del mundo; o el museo internacional de baños e inodoros, en Nueva Delhi, que busca educar y ayudar a resolver problemas ligados a los asuntos de higiene en general y de apretones escatológicos en particular. Mención especial para el interesante museo de miniaturas de Guadalest, en Alicante, donde se puede apreciar una plaza de toros en la cabeza de un alfiler, una hormiga tocando el violín, la Estatua de la Libertad dentro del ojo de una aguja o la Maja Desnuda de Goya pintada en el ala de una mosca, entre otras maravillas.
Divertidos para el gran público, atrayentes y, en la mayoría de los caos, aportando pingües beneficios a la localidad donde se ubican, normalmente en zonas de tirón turístico donde el más tonto hace relojes.
Nos falta un museo de rabos de boina, pero todo se andará.